Por el padre Jorge Luis Zarazúa Campa, FMAP
En un tiempo en que la información circula veloz y las opiniones se multiplican en todos los rincones de internet, muchos fieles se preguntan: ¿dónde encontrar la certeza de la fe? ¿Quién garantiza que lo que escuchamos, leemos o compartimos corresponde de verdad al Evangelio de Jesucristo? La respuesta de la tradición católica es clara y luminosa: en el Magisterio vivo de la Iglesia.
No una idea, sino una voz viva
Cuando hablamos de “Magisterio”, no nos referimos a un libro de normas ni a una teoría abstracta, sino a un ministerio vivo y personal. El Magisterio es la tarea que Cristo confió a los Apóstoles y que hoy ejercen sus sucesores —el Papa y los obispos en comunión con él— para custodiar, explicar y transmitir fielmente el Evangelio.
Jesús no dejó a su Iglesia un manual de instrucciones, sino una promesa: “Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Esa presencia se hace concreta en la acción del Espíritu Santo que guía a la Iglesia, manteniéndola en la verdad. El Magisterio es, por tanto, la garantía viva de esa promesa.
Un servicio, no un poder
A veces se piensa que el Magisterio es una especie de “poder de control” sobre los fieles. Nada más lejos de la verdad. El Magisterio es, en realidad, un servicio de comunión. No busca imponerse como un peso, sino custodiar la unidad de la fe para que nadie quede a la deriva en medio de tantas voces y opiniones.
San Pablo lo decía con fuerza: “No somos dueños de su fe, sino colaboradores de su alegría” (2 Co 1,24). Eso es exactamente el Magisterio: un ministerio de servicio que no añade nada al Evangelio, sino que lo transmite íntegro, adaptándolo con paciencia a cada tiempo y cultura.
La tradición viva frente al “magisterio paralelo”
En la historia de la Iglesia han surgido siempre voces que, con buena intención, han querido “mejorar” o “proteger” la fe a su manera, incluso contra la enseñanza oficial de los pastores. Hoy esas voces se amplifican en redes sociales, donde tanto sacerdotes como laicos pueden erigirse en un “magisterio paralelo”.
La tentación es clara: pensar que la seguridad de la fe depende de la opinión de tal comunicador o de tal grupo, y no del discernimiento común de la Iglesia guiada por el Espíritu. Pero la tradición católica recuerda que la fe no se defiende desde trincheras personales, sino desde la comunión eclesial. El Magisterio vivo no sofoca la diversidad de carismas, sino que los ordena y los orienta hacia la unidad.
Una pedagogía de la fe
El Magisterio no solo proclama dogmas; también enseña con paciencia a lo largo de la historia. Sus intervenciones pueden ser solemnes —como en un Concilio o una definición papal—, pero también cotidianas, en homilías, exhortaciones o documentos pastorales. Todas estas expresiones participan de una misma misión: ayudar al pueblo de Dios a vivir el Evangelio con fidelidad y esperanza.
Por eso la Iglesia pide a los fieles un asentimiento religioso de la inteligencia y la voluntad (cf. Lumen Gentium 25) incluso en aquellas enseñanzas que no son definiciones infalibles. No se trata de obediencia ciega, sino de confianza filial: la convicción de que, a través del Magisterio, Cristo mismo sigue conduciendo a su Iglesia.
Magisterio y sinodalidad
Hoy hablamos con frecuencia de sinodalidad: caminar juntos, escuchar a todos, discernir comunitariamente. El Magisterio no se opone a esta dinámica, sino que la sostiene. Escucha las voces del pueblo de Dios, discierne con ellas, pero al final ofrece una palabra clara que garantiza que ese camino se mantenga en la fe apostólica.
Así, lejos de ser un freno, el Magisterio es el punto de referencia que permite a la Iglesia caminar unida, sin perderse en la dispersión de tantas opiniones.
Conclusión: una certeza para el corazón
El Magisterio vivo de la Iglesia no es un peso que oprime, sino un don que libera de la confusión. En medio de la avalancha de voces, nos recuerda que no estamos solos, que Cristo sigue siendo el Maestro y que su Espíritu guía a la Iglesia a través de los pastores.
Confiar en el Magisterio no significa renunciar al pensamiento personal, sino enraizarlo en la comunión. Significa creer que, detrás de cada palabra de la Iglesia, late la voz de Aquel que dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). En definitiva, el Magisterio es la forma concreta en que la promesa de Cristo se cumple hoy: una voz viva que custodia la fe, fortalece la esperanza y nos une en el amor.