Reflexión sobre el número 22 de Mater populi fidelis

Hay expresiones que, aun nacidas del amor, pueden terminar desdibujando el rostro de la fe. En la historia del cristianismo, la devoción mariana ha sido fuente de ternura, de belleza y de consuelo. Sin embargo, también ha necesitado, en ciertos momentos, ser purificada para que conserve su esplendor evangélico. El número 22 de Mater populi fidelis se sitúa precisamente en ese horizonte: no como un freno al amor a la Santísima Virgen María, sino como una invitación a amarla mejor, con el amor verdadero que nace de la verdad de Cristo.

  1. Subordinada: el lugar de María en la Redención

El documento recuerda que María tiene un papel subordinado a Cristo en la obra de la salvación. Esa palabra —subordinado— puede sonar fría, pero en realidad está llena de belleza teológica. Significa que su grandeza no consiste en competir con su Hijo, sino en dejar que Él brille más. María no redime: coopera. No salva: se deja asociar al que salva. Su libertad, su fe, su obediencia y su compasión al pie de la cruz son el eco más puro del amor de Cristo, no su complemento necesario ni su sustituto.

Esta es una distinción esencial: la cooperación de María no es aditiva, sino participativa. Ella no añade nada al valor infinito del sacrificio de Cristo; más bien, acoge plenamente sus frutos y los ofrece al mundo desde su maternidad espiritual. Por eso, el documento considera “inoportuno” el uso del título Corredentora, no porque niegue la colaboración de María, sino porque podría oscurecer la verdad central de la fe: solo Cristo es el Redentor.

  1. Un título que confunde, no que ilumina

En teología, un buen título no solo expresa amor, sino también claridad. Cuando un término necesita “muchas y constantes explicaciones” para evitar malentendidos —dice el texto—, deja de servir a la fe del pueblo. En otras palabras, si una palabra confunde más de lo que ilumina, no evangeliza.

El título Corredentora, aunque ha sido usado en contextos devocionales o teológicos bien intencionados, no pertenece al lenguaje del Magisterio definitivo. Y el motivo es claro: corre el riesgo de crear un “desequilibrio en la armonía de las verdades de la fe cristiana”. Si Cristo es el único Salvador, único Mediador y único Redentor (cf. Hch 4,12), todo lenguaje que pueda insinuar otra fuente paralela de redención —por más piadosa que sea— termina debilitando el testimonio del Evangelio.

Por eso, la Iglesia, como buena Madre y Maestra, nos enseña que la fidelidad a la verdad no disminuye la devoción, sino que la purifica. Amar a la Virgen María en la verdad es honrarla más, no menos.

  1. María, espejo que refleja a Cristo

El documento concluye con una de las afirmaciones más hermosas del Evangelio: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1,38). En esas palabras está la clave de toda mariología auténtica. María no ocupa el centro de la escena: lo señala. No se proclama redentora: se declara servidora. Su grandeza está en su pequeñez, en su transparencia, en que nada en ella compite con Cristo, todo lo conduce hacia Él.

Cuando la Iglesia insiste en evitar el título de Corredentora, no está “rebajando” a la Virgen; está rescatando su verdadera misión: la de ser icono perfecto de la obediencia de la fe, el primer discípulo, el corazón donde la Redención fue acogida antes de ser proclamada. María no eclipsa al Sol: es la aurora que lo anuncia.

  1. Una lección pastoral para nuestro tiempo

El desafío actual no es inventar nuevos títulos marianos o aferrarse a títulos a los que nos hemos acostumbrado, sino profundizar en el misterio del único Redentor y redescubrir a María en su papel más luminoso: la discípula perfecta y la Madre de la Iglesia.
En una época donde los lenguajes religiosos se fragmentan y las devociones populares pueden caer en ambigüedades, Mater populi fidelis nos ofrece un criterio pastoral claro: hablar de María de modo que ella misma estaría de acuerdo.

Y María, que en Caná solo dijo: «Hagan lo que Él les diga» (Jn 2,5), nos recordaría que su misión es conducirnos a la obediencia de la fe, no a la exaltación de su figura por encima de su Hijo.

  1. Conclusión: Amar a María como la ama la Iglesia

El número 22 de Mater populi fidelis nos enseña que el amor a la Virgen no necesita títulos nuevos ni aferrarse a títulos de antigua data, pero ambiguos, sino corazones renovados. La verdadera devoción mariana no consiste en multiplicar expresiones sentimentales, sino en vivir la fe con la misma humildad, disponibilidad y pureza de corazón que tuvo Ella.

Honrar a María es mirar a Cristo con sus ojos, creer con su fe, servir con su entrega. Por eso, la expresión más fiel y más hermosa sigue siendo la que brotó de sus labios:

«He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra».

Solo así la Iglesia, en comunión con su Madre, podrá seguir proclamando con claridad y amor:
Cristo es el único Redentor, y María, su colaboradora fiel, es la primera en mostrarnos el camino hacia Él.

Mater populi fidelis, 22

  1. Teniendo en cuenta la necesidad de explicar el papel subordinado de María a Cristo en la obra de la Redención, es siempre inoportuno el uso del título de Corredentora para definir la cooperación de María. Este título corre el riesgo de oscurecer la única mediación salvífica de Cristo y, por tanto, puede generar confusión y un desequilibrio en la armonía de verdades de la fe cristiana, porque «no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos» (Hch 4,12). Cuando una expresión requiere muchas y constantes explicaciones, para evitar que se desvíe de un significado correcto, no presta un servicio a la fe del Pueblo de Dios y se vuelve inconveniente. En este caso, no ayuda a ensalzar a María como la primera y máxima colaboradora en la obra de la Redención y de la gracia, porque el peligro de oscurecer el lugar exclusivo de Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre por nuestra salvación, único capaz de ofrecer al Padre un sacrificio de valor infinito, no sería un verdadero honor a la Madre. En efecto, ella, como «esclava del Señor» (Lc 1,38), nos señala a Cristo y nos pide hacer«lo que Él os diga» (Jn 2,5).