«Toda bendición será la ocasión para un renovado anuncio del kerigma, una invitación a acercarse siempre más al amor de Cristo».

(Papa Francisco, Fiducia supplicans, 44)

Estas palabras, tomadas del documento Fiducia supplicans, iluminan con fuerza pastoral un camino de cercanía y misericordia: cada bendición espontánea —incluso a parejas en situación irregular o del mismo sexo— no es un simple gesto externo, sino una oportunidad santa para anunciar el corazón mismo del Evangelio.

El Kerigma, ese primer anuncio que transforma la vida, no es una doctrina fría ni una obligación moral. Es el anuncio vivo de un Cristo que murió y resucitó por amor, que sale al encuentro de cada corazón con ternura, con esperanza, con una llamada a la conversión. Y precisamente en esos momentos de encuentro —una mano extendida, una palabra dicha con fe, una oración pronunciada con humildad—, la Iglesia puede proclamar que Dios está cerca, que nadie está excluido de su mirada de amor.

Cada bendición es una semilla. Y el sembrador es Cristo, que se sirve de nosotros, ministros frágiles pero elegidos, para acercar a sus hijos al fuego de su misericordia. En esa clave, Fiducia supplicans no relativiza la doctrina: la evangeliza desde la entraña de la compasión.

El Papa Francisco nos ha llamado a una conversión pastoral: dejar la comodidad de los despachos y salir al encuentro del pueblo, especialmente de los heridos, los confundidos, los que buscan a tientas. En ese espíritu, recuerdo las palabras y gestos del padre Amatulli: imaginaba al sacerdote en medio de un parque, revestido con su sotana o traje clerical, con el breviario en mano o un libro espiritual. No para exhibirse, sino para estar disponible. Para bendecir, confesar, escuchar, anunciar con sencillez y fuerza una palabra de Dios, ofrecer una oración espontánea que toque el alma.

Así, la bendición se convierte en el comienzo de una historia de salvación.

Así, la Iglesia vuelve a ser madre que acoge, y no tribunal que aleja.

Así, cada encuentro puede ser una puerta abierta al Reino.

Hoy, más que nunca, necesitamos dejar que nuestras manos bendigan como las de Cristo: sin miedo, sin prejuicios, sin excluir. Que nuestras palabras sean como las suyas: llenas de verdad, pero tejidas con misericordia.

Y que cada bendición, cada gesto, cada mirada, pueda ser una chispa del kerigma encendido en el corazón de quienes aún no conocen el gozo de saberse amados por el Señor.