El Cónclave no es simplemente una elección. Es una hora santa en la vida de la Iglesia. Una hora en la que el Espíritu Santo, alma del Cuerpo Místico de Cristo, actúa en lo más íntimo del corazón de sus pastores, para dar a la Esposa de Cristo un nuevo Pedro, un nuevo custodio de la fe, un nuevo padre para los fieles.

Desde fuera, el Cónclave podría parecer un proceso humano, casi político. Pero visto desde dentro, a la luz de la fe, es un misterio, un sacramentum Ecclesiae. No es magia ni imposición, sino cooperación humilde con la gracia. «El Señor no abandona a su Iglesia: Él mismo suscita pastores según su corazón» (cf. Jer 3,15), y lo hace precisamente cuando más lo necesita el pueblo de Dios.

Cada Cónclave es un nuevo Pentecostés en la historia. Como en el cenáculo de Jerusalén, los cardenales se encierran en silencio y oración, no por miedo, sino por obediencia al Espíritu. Allí, en el secreto del corazón, la Iglesia entera suplica: «Veni, Creator Spiritus». No se elige al mejor administrador, ni al más carismático, ni al más influyente, sino al que Dios ha preparado. Como dijo Benedicto XVI: «El verdadero protagonista de toda elección papal es el Espíritu Santo».

El humo blanco no solo señala que ha habido una elección, sino que es símbolo de que una nueva gracia ha sido derramada. En ese instante, un hombre toma sobre sí un peso que solo se puede llevar con la ayuda del cielo: guiar a la Iglesia universal, confirmar en la fe, sostener a los débiles, y ser siervo de los siervos de Dios.

San Cipriano decía que «el episcopado es uno, y cada obispo posee una parte de esa unidad», pero el Papa la lleva en plenitud, como sucesor de Pedro. Por eso, el Cónclave no es solo un proceso canónico, sino un acto de confianza de toda la Iglesia, que ora y espera, como María y los apóstoles, que descienda nuevamente el Espíritu para renovar la faz de la tierra.

El Papa que surja del Cónclave no será un mesías ni un ídolo, sino un siervo. Su primer acto será mostrarse desde el balcón de San Pedro, y antes de bendecir, pedirá ser bendecido por el pueblo. Un gesto profundamente evangélico que expresa que nadie en la Iglesia se exalta a sí mismo, sino que todos se inclinan ante el único Señor.

En el silencio del Cónclave se escucha un clamor que viene de todo el mundo: de los monasterios ocultos, de las parroquias pobres, de los enfermos postrados, de los mártires silenciosos. Todos ellos oran por un pastor según el Corazón de Cristo. Que sepa escuchar, sufrir, anunciar y amar. Que no huya ante el lobo, sino que ofrezca la vida por sus ovejas.