Un ensayo teológico-pastoral sobre Nostra aetate y el papel de las religiones no cristianas

Introducción

En una época marcada por el pluralismo religioso, el diálogo intercultural y la globalización, la Iglesia católica se ve interpelada a anunciar a Jesucristo sin despreciar la riqueza espiritual que se encuentra en otros credos. Esta tensión entre fidelidad al Evangelio y apertura al otro fue asumida con sabiduría por el Concilio Vaticano II, especialmente en la declaración Nostra aetate (1965). En este documento, breve pero trascendental, la Iglesia reconoce que las religiones no cristianas no son simples expresiones humanas desconectadas de Dios, sino que, en su diversidad, pueden contener “reflejos de la Verdad que ilumina a todos los hombres” (NA 2).

Este ensayo desea explorar el mensaje de Nostra aetate a la luz de la Sagrada Escritura y del Magisterio, para subrayar cómo el rostro del otro —en su diferencia religiosa— puede ser camino hacia el encuentro con Dios y estímulo para una evangelización más auténtica, humilde y fraterna.

I. Contexto histórico y teológico de Nostra aetate

Nostra aetate nació como respuesta a una humanidad desgarrada por las guerras mundiales, el Holocausto, el racismo y el colonialismo, pero también profundamente transformada por la movilidad social, la libertad religiosa y el despertar espiritual de los pueblos. El Concilio Vaticano II no adoptó una actitud ingenua o sincretista; más bien, partió de una convicción profundamente bíblica y cristológica: Dios es el Creador y Padre de todos los hombres, y por lo tanto, toda la humanidad constituye una sola familia.

“De uno solo hizo todo el linaje humano para que habitara sobre toda la faz de la tierra” (Hch 17,26).

“¿No tenemos todos un mismo Padre? ¿No nos ha creado el mismo Dios?” (Ml 2,10).

En este horizonte de fraternidad universal, la Iglesia declara en Nostra aetate 1:

“Todos los pueblos constituyen una sola comunidad. Tienen un solo origen, ya que Dios hizo habitar a todo el linaje humano sobre la faz de la tierra; tienen también un solo fin último, Dios, cuya providencia, testimonio de bondad y designios de salvación se extienden a todos.”

Esta visión prepara el camino para un nuevo modo de mirar las religiones: no desde la condena o el temor, sino desde el discernimiento, la esperanza y el reconocimiento de los signos de Dios en medio de los pueblos.

II. Las religiones no cristianas según Nostra aetate

El documento enseña que, aunque las religiones no cristianas no contienen la plenitud de la verdad revelada en Cristo, pueden expresar auténticas aspiraciones humanas hacia lo divino. Se afirma que “los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas ocultos de la condición humana” (NA 1). Entre esas religiones, Nostra aetate destaca las siguientes:
• El hinduismo, con su búsqueda del Absoluto a través de la meditación, la disciplina espiritual y la superación del ego;
• El budismo, que reconoce en el sufrimiento humano una clave para la liberación interior;
• El islam, que confiesa un solo Dios viviente y misericordioso, creador del universo, y honra a Abraham, a María y a Jesús como profeta;
• El judaísmo, con el cual compartimos la fe en el mismo Dios, el uso de las Escrituras, y una historia de alianza y promesa.

La Iglesia reconoce que, en estas tradiciones, puede haber “semillas del Verbo” (cf. Ad gentes, 11), es decir, huellas del Logos eterno (cf. Jn 1,9), que “ilumina a todo hombre que viene a este mundo”.

“Porque el Espíritu sopla donde quiere” (Jn 3,8).

“En toda nación, el que le teme y practica la justicia es grato a Dios” (Hch 10,35).

Lejos de enseñar que todas las religiones son iguales, la Iglesia mantiene su fe en Cristo como único Salvador, pero reconoce que el Espíritu de Dios no está limitado a las fronteras visibles de la Iglesia. Como dice Redemptoris missio:

“El Espíritu Santo, que ‘sopla donde quiere’ (Jn 3,8), no sólo actúa en el corazón de los hombres, sino que también asiste y sostiene a toda la creación, a la historia y a los pueblos, a las culturas y a las religiones” (RM, 28).

III. Jesucristo como centro de la revelación: entre fidelidad y apertura

La clave interpretativa de Nostra aetate es cristológica: Jesús es el Verbo hecho carne, la plenitud de la revelación. La Iglesia afirma con claridad que “en Él quiso Dios reconciliar consigo todas las cosas” (Col 1,20). Sin embargo, también reconoce que la gracia de Dios puede actuar de formas misteriosas más allá del conocimiento explícito de Cristo.

“Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6).

“En ningún otro hay salvación” (Hch 4,12).

Pero también:

“Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4).

Así, sin negar la unicidad salvífica de Cristo, la Iglesia afirma en Lumen gentium 16 que:

“Aquellos que todavía no han recibido el Evangelio están ordenados al Pueblo de Dios de diversas maneras. En primer lugar, el pueblo que recibió la Alianza y las promesas. Pero también los que buscan a Dios con sincero corazón y, movidos por la gracia, procuran cumplir su voluntad.”

Este “cristocentrismo inclusivo” permite dialogar sin diluir la fe, y evangelizar sin agresividad, reconociendo que Dios ha sembrado anticipaciones de Cristo en todas las culturas, esperando ser reconocidas y acogidas en su plenitud.

IV. Implicaciones pastorales del mensaje de Nostra aetate

  1. Una pastoral del encuentro

La Iglesia es enviada “a anunciar el Evangelio a toda criatura” (Mc 16,15), pero lo hace desde la encarnación: es decir, acercándose a los demás, compartiendo su vida, escuchando sus preguntas, valorando lo que ya hay de bueno y verdadero en su camino. Evangelii Gaudium lo expresa así:

“El diálogo interreligioso es una condición necesaria para la paz en el mundo, y por ello es un deber para los cristianos” (EG, 250).

Este encuentro no es estrategia, sino expresión del amor que brota del corazón de Cristo.

  1. Evangelizar sin imposición

El verdadero anuncio del Evangelio se realiza desde la libertad, no desde la presión. Dignitatis humanae recuerda que:

“La verdad no se impone sino por la fuerza de la verdad misma” (DH, 1).

Una evangelización respetuosa no oculta el Evangelio, pero sabe que la conversión es obra de la gracia y del tiempo.

  1. Testimonio de fraternidad y paz

En tiempos marcados por el conflicto religioso, la violencia extremista y la deshumanización del otro, el cristiano está llamado a ser puente y no muro. Fratelli tutti lo afirma con fuerza:

“El creyente está llamado a ser artesano de paz y no cómplice de guerras” (FT, 284).

El diálogo interreligioso, la colaboración por el bien común y la oración compartida por la paz son hoy verdaderas obras de misericordia espiritual.

Conclusión: hacia una espiritualidad del encuentro

Nostra aetate representa un hito profético en la historia del Magisterio. Lejos de relativizar la fe, profundiza su hondura: nos invita a encontrar a Cristo también en el rostro del otro, incluso del que no comparte nuestra religión. El rostro del otro se convierte en signo de la presencia de Dios y ocasión de conversión mutua.

Como afirma el Papa Francisco:

“La Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción” (Evangelii Gaudium, 14).

Esa atracción nace del testimonio de una fe que sabe dialogar, amar, acoger, acompañar. Reconocer el valor de las religiones no cristianas no es relativismo, sino reconocimiento del Misterio de Dios que precede nuestra acción misionera. Evangelizar hoy exige no solo palabras, sino gestos de comunión.

El Espíritu Santo nos precede en el corazón de cada ser humano. Y, como Iglesia, estamos llamados a ser reflejo del rostro misericordioso del Padre, allí donde el hombre religioso —cualquiera que sea su fe— busca al Dios vivo. Allí también nos espera Cristo.