Lunes, 16 de mayo de 2011 11:30 hrs
P. Sergio G. Román
¡Beato Juan Pablo II!
Los católicos tenemos un nuevo santo en los altares: nuestro querido Papa Juan Pablo II que supo y sabe ganarse nuestros corazones.
Todavía no es santo, es tan sólo beato, y eso significa que su culto está limitado, en este caso, a Roma y a Polonia; pero con eso de que más que nunca nuestro planeta tierra no es más que una aldea, es decir, un pueblito, va a ser casi imposible que esta norma técnica se cumpla, ya que Juan pablo II es uno de esos ciudadanos del mundo que, además de su patria chica a la que tanto amó, tiene como patria el mundo entero. Por lo pronto los mexicanos lo sentimos nuestro.
¿Qué es ser santo?
Ya sabemos que sólo a Dios adoramos en sus tres divinas personas. Los católicos no adoramos a la Virgen y a los santos, a ellos los veneramos.
Nuestros santos no son súper hombres, ni miembros de una humanidad especial; no son de otra madera, ni son seres raros. Son de carne y hueso como cualquier hijo de vecino. No recibieron un llamado exclusivo porque el llamado a ser santos es universal; por Dios no queda, Él quiere que todos seamos santos. La santidad es un regalo de Dios que acepta el que quiere, siempre con la gracia de Dios.
Los santos son aquellos que le dijeron “sí” a Dios y, ciertamente, hay muchísimos más santos que aquellos que la Iglesia oficialmente puede poner en su lista, que eso es lo que significa canonizar. En el cielo solamente hay santos.
La Iglesia nos propone a un santo -después de muy serios estudios para no equivocarse y después de preguntarle a Dios su opinión expresada por un verdadero milagro-, para bien del pueblo cristiano.
Cada santo es un testimonio de que la Iglesia toda es santa y capaz de producir frutos de santidad por la acción del Espíritu Santo en ella. Cada santo es un aliento para sus hermanos en la fe que han iniciado el camino, difícil pero alegre, de la santidad.
Cada santo es un intercesor que atrae sobre nosotros las bendiciones de Dios.
Los hermanos separados pelean que el único intercesor es Cristo y les concedemos toda la razón, porque de Él y sólo de Él viene nuestra salvación; pero ellos mismos, como nosotros, acostumbran hacer oración unos por otros y si yo, que estoy vivo, puedo orar por mi hermano, ¿por qué no un hermano que está en el cielo puede orar por mí ante mi Padre Dios? ¡Eso es la intercesión!
Por eso a los santos damos culto de veneración, y a la Virgen María un culto de especial veneración.
El culto a las imágenes
Los iconos son ventanas que nos permiten asomarnos al cielo, dice por ahí un cristiano oriental. En esta época de la imagen, comprendemos mejor que nunca el papel de las imágenes católicas y ortodoxas. No son dioses a quienes adoramos como si fuéramos idólatras. No pecamos contra el primer mandamiento que prohíbe adorar ídolos, es decir, falsos dioses.
Sabemos los católicos que nuestras imágenes no son seres vivos, ni sienten, ni sufren, ni gozan. Son retratos o esculturas de alguien a quien amamos.
Cuando besamos la cruz el pasado Viernes Santo, no queríamos besar el pedazo de madera, sino a Cristo a quien representa su cruz. Eso se llama culto relativo. No se queda en la imagen, sino que pasa a quien representa.
Cuando un novio enamorado besa la foto de la novia lejana, no ama la foto, ama a la novia.
Ni tanto que queme…
Así dice un dicho muy nuestro y es muy cierto. Y es que a veces exageramos en el culto a la Virgen, a los santos o a sus imágenes.
No podemos ser verdaderos devotos si no conocemos la vida del santo que veneramos.
Es exageración tener una imagen de San Martín Caballero sin conocer la vida de este santo obispo, y es superstición tenerlo en una tienda, darle de comer alfalfa a su caballo y decirle “San Martín Caballero, dame dinero”. Así abandonamos la doctrina católica y caemos de lleno en la idolatría.
Juan Pablo II nos enseña cómo darle culto
¿Se acuerdan cuándo nos visitaba este santo Papa? Llenábamos las calles por donde pasaba y le gritábamos “¡Juan Pablo II, te quiere todo el mundo!” y él, con su eterna sonrisa, señalaba hacia el cielo como diciéndonos: “A mí no; a Dios”.
Todo el culto de veneración a la Santísima Virgen y a los santos debe llevarnos a Dios. Es para la gloria de Dios.
No podemos entender, entre católicos, que un devoto de Juan Pablo II no sea también un enamorado de Cristo y no se esfuerce en ser un hijo fiel del Padre Celestial.
No podemos quedarnos en el santo, debemos pasar al mismo Dios; de otro modo, nuestro culto es idolátrico y pagano, fruto de nuestra ignorancia y del desconocimiento de Dios.
SIAME – Sistema Informativo de la Arquidiócesis de México