Comprender el corazón del documento Mater Populi Fidelis

Reflexión sobre algunas reacciones a la nota doctrinal Mater Populi Fidelis, del Dicasterio para la Doctrina de la Fe

Cada vez que la Iglesia habla de la Virgen María, el corazón del pueblo se estremece. No es un tema neutro, ni una cuestión académica. Es algo que toca lo más entrañado de la fe, el afecto y la memoria de generaciones. Por eso, cuando un documento reciente del Magisterio invita a evitar el título de Corredentora, muchos creyentes sienten que se les toca una fibra muy sensible. “¿Le están quitando algo a la Virgen?”, se preguntan con dolor sincero.

Y, sin embargo, sucede lo contrario: la Iglesia no le quita nada a María, sino que la defiende de interpretaciones que podrían oscurecer su verdadera grandeza. Lo que el Magisterio hace es custodiar la luz del misterio, para que brille sin confusión. Purifica el lenguaje, no el amor. Cuida el corazón de la fe, no lo enfría. Porque María no necesita ser exaltada más allá del Evangelio para ser amada: basta verla como la vio Dios, “llena de gracia”, toda transparente a su Hijo, espejo sin mancha de la Redención.

La raíz del desacuerdo

Hemos intentado comprender por qué tanta resistencia a un documento que, en el fondo, no niega nada de la verdad mariana, sino que la devuelve a su pureza primera. Y creemos que la raíz de este disenso no es sólo doctrinal… es también afectiva y simbólica.

Muchos fieles, al escuchar que se desaconseja el título de Corredentora, sienten que se les arrebata algo querido, casi un tesoro espiritual heredado de sus mayores. Lo viven como si la Iglesia “rebajara” a la Virgen, sin advertir que el Magisterio no quita, sino que protege. Le devuelve a María su esplendor más verdadero: el de la discípula perfecta, la esclava del Señor, cuyo sí no compite con Cristo, sino que lo refleja por completo.

María: toda de Cristo

La verdadera grandeza de María no consiste en tener algo “junto” a Cristo, sino en no tener nada “fuera” de Él. Su misión no se comprende en paralelo, sino en comunión. Todo en Ella es reflejo, no competencia: gracia recibida, no mérito autónomo; cooperación obediente, no protagonismo propio.

En María, la humanidad alcanza su máxima respuesta a la iniciativa divina. Ella no redime, pero se deja redimir de manera perfecta; no salva, pero se deja salvar plenamente. Su “fiat” no añade a la obra de Cristo, sino que la acoge en plenitud. Y en eso —precisamente en eso— reside su incomparable grandeza.

Una purificación del amor

También hay quienes esperaban, quizá con legítimo fervor mariano, que ese título se elevara a dogma, y la decisión contraria los desconcierta. Ven frustrada una esperanza que, a sus ojos, debía coronar el amor de siglos a la Madre. Pero el amor a María, cuando es auténtico, no se rebela ante el juicio de la Iglesia: se postra ante él con confianza filial.

El corazón del pueblo no se equivoca en su afecto, pero a veces necesita ser educado en su lenguaje. No todo lo que nace del amor se convierte en verdad de fe. La Iglesia, como madre, corrige sin herir, poda sin desarraigar. No apaga la llama del amor mariano: sólo retira el humo que impide ver su luz más pura.

Por eso, cuando el Magisterio invita a usar títulos más fieles —como Madre, Discípula, Cooperadora o Mediadora en Cristo—, no está reduciendo el amor a la Virgen, sino devolviéndolo a su cauce evangélico. María no pierde nada cuando se la mira con los ojos del Evangelio; al contrario, gana transparencia, cercanía y verdad.

La obediencia que enseña

Y luego están otros, más ideologizados, que ya no miran con ojos de fe, sino de lucha interna. En ellos el debate mariano es sólo el disfraz de una resistencia eclesiológica más profunda, donde el problema no es María, sino el Papa, el Concilio Vaticano II y toda o casi toda la vida de la Iglesia a partir del mismo. No soportan que el Magisterio vivo tenga la última palabra, y entonces se atrincheran en citas parciales del pasado, como si la Tradición fuera una vitrina congelada y no un río vivo que brota del Evangelio.

Pero María no sólo creyó antes que la Iglesia: creyó con la Iglesia y en la Iglesia. Su fe no se aísla del Cuerpo de Cristo: vive en su seno. Por eso, amar a María fuera de la obediencia eclesial es contradecir su espíritu. Ella no dijo “hágase en mí según mi sentir”, sino “según tu Palabra”. En esa frase cabe toda la teología de la obediencia y toda la pedagogía de la fe.

En comunión con la Iglesia

Comprendemos el dolor y la confusión. Pero la fidelidad a María pasa siempre por la fidelidad a la Iglesia. Ella nunca fue “corredentora” en sentido propio, pero fue, y es, madre, discípula, cooperadora perfecta, la primera creyente que nos enseña que obedecer es la forma más pura del amor.

Tiempo al tiempo… La verdad mariana, como el vino bueno de Caná, se clarifica con los años. Quien ama de verdad a María no teme que la Iglesia la cuide; sabe que bajo su luz el amor se purifica, la fe se robustece y la devoción se vuelve fecunda.

Porque sólo en comunión con la Iglesia, María sigue siendo para todos nosotros la Madre del amor hermoso, la discípula perfecta y la Estrella de la fe.

Reisner Samuel Omar Vázquez Jáuregui
P. Jorge Luis Zarazúa Campa, fmap