En la historia de la Iglesia, los nombres con que el pueblo cristiano ha llamado a María son innumerables. Cada título brota de la gratitud y del amor: Madre del Salvador, Puerta del Cielo, Estrella de la Mañana, Refugio de los pecadores. Como un mosaico luminoso, estos nombres revelan distintos destellos del misterio de la Madre de Dios. Sin embargo, en tiempos recientes, la Iglesia ha sentido la necesidad de purificar su lenguaje mariano para que cada expresión ilumine, y no oscurezca, la fe en Cristo, único Salvador y Mediador.
1. La renovación del lenguaje mariano
El documento Mater Populi Fidelis (2025) del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, siguiendo la línea de Lumen Gentium (n. 62) y de las enseñanzas de san Juan Pablo II, Benedicto XVI y el papa Francisco, recuerda que todo título atribuido a María debe estar en relación con Cristo y con el misterio de la Iglesia. No se trata de disminuir su grandeza, sino de mostrarla en su verdad más profunda: María es grande porque Dios hizo en ella maravillas (cf. Lc 1,49).
El texto señala que es necesario cuidar expresiones ambiguas o confusas —como corredentora o mediadora de todas las gracias— cuando se interpretan de modo que parezcan colocar a María en el mismo nivel de Cristo. La misión de la Iglesia no es multiplicar títulos, sino profundizar en el sentido cristológico y eclesial de los que realmente expresan su fe.
2. María en el corazón del misterio de Cristo y de la Iglesia
El título fundamental es el que la define desde el inicio: “Madre de Dios” (Theotokos). Este nombre, proclamado en el Concilio de Éfeso (431), no solo expresa una verdad sobre María, sino sobre Cristo mismo: que Él es verdadero Dios y verdadero hombre. En ella, la humanidad se convierte en morada de lo divino.
A partir de este título brotan los demás:
• “Madre del Redentor”, porque cooperó libremente en la obra de la salvación al decir “sí” al plan del Padre.
• “Discípula fiel”, porque escuchó y guardó la Palabra antes de concebirla en su seno.
• “Madre de la Iglesia”, nombre que san Pablo VI proclamó solemnemente al final del Concilio Vaticano II, subrayando su maternidad espiritual sobre los creyentes.
• “Madre de Misericordia”, que el papa Francisco ha resaltado al verla como rostro materno de la ternura de Dios.
Estos títulos son cristológicos, eclesiales y existenciales: todos conducen al misterio de Cristo y nos ayudan a vivir nuestra fe con mayor confianza.
3. Títulos que el Espíritu renueva hoy
Los documentos recientes invitan a un discernimiento pastoral de los títulos marianos. Algunos, nacidos en contextos devocionales o culturales legítimos, pueden necesitar ser reinterpretados a la luz del Evangelio. No se trata de suprimir la piedad popular, sino de evitar que la emoción desvíe la fe del centro, que es Cristo.
Por ello, el Magisterio propone favorecer títulos que expresen con claridad la relación de María con la Trinidad y con la Iglesia:
• Hija predilecta del Padre
• Madre del Hijo de Dios
• Esposa del Espíritu Santo
• Imagen y modelo de la Iglesia
• Servidora del Señor
• Estrella de la Evangelización
• Madre de la Esperanza
Estos nombres no son simples ornamentos poéticos: son ventanas de fe, que permiten contemplar el misterio de Dios reflejado en el rostro de la humilde doncella de Nazaret.
4. María, escuela de fe y pureza del corazón
María no pide títulos, pide que la imitemos. Su grandeza no está en los honores que recibe, sino en su obediencia total a la Palabra. Por eso, la verdadera devoción mariana —enseña el papa Francisco— no consiste en multiplicar alabanzas, sino en vivir su estilo de fe, su sencillez, su disponibilidad.
Ella no eclipsa a Cristo: lo muestra. No compite con la gracia: la acoge. No reclama para sí la gloria: la devuelve al Padre. Así, cada título verdadero que le atribuimos es, en el fondo, una alabanza a Dios.
Conclusión: volver a María para volver a Cristo
En esta hora de la historia, cuando tantas voces buscan deformar la fe o trivializar la devoción, la Iglesia nos invita a mirar de nuevo a María como la creyente perfecta, la Madre del Señor y Madre nuestra. Ella es el camino más seguro hacia Cristo, pero no porque comparta su mediación, sino porque la refleja con pureza.
Llamarla “Bendita entre las mujeres” no es colocarla por encima de la Iglesia, sino reconocer que en ella la humanidad alcanzó su plenitud. Y en su corazón, humilde y silencioso, el mundo puede aprender de nuevo el lenguaje del amor que salva.







