Por el padre Jorge Luis Zarazúa Campa, fmap
Era el 16 de octubre de 1978. La Plaza de San Pedro comenzaba a oscurecer cuando, tras ocho escrutinios, el cardenal protodiácono anunció desde el balcón de la basílica vaticana: «Habemus Papam!». El elegido era el cardenal polaco Karol Józef Wojtyła, arzobispo de Cracovia. Era el primer Papa no italiano después de más de 450 años y el primero proveniente del bloque comunista. Su nombre pontificio: Juan Pablo II.
Desde ese momento, la historia de la Iglesia y del mundo dio un vuelco. Aquel joven pontífice, firme y lleno de energía espiritual, marcaría un antes y un después no solo en el corazón de los fieles, sino en la conciencia de toda una generación. Su elección fue un signo claro de que el Espíritu Santo no está atado a geografías ni estrategias humanas. Dios eligió a un pastor formado en la escuela del sufrimiento, del trabajo, de la resistencia cultural y espiritual frente a los totalitarismos del siglo XX.
Un Cónclave tras la conmoción
La elección de san Juan Pablo II se dio en un contexto sumamente delicado. Apenas 33 días antes había sido elegido el Papa Juan Pablo I, cuyo repentino fallecimiento llenó de perplejidad al mundo. La Iglesia se encontraba aún de duelo cuando comenzó el nuevo Cónclave, el segundo en menos de dos meses. Había desconcierto, pero también fe. Los cardenales se recogieron en oración, buscando luz ante un momento de oscuridad. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «Cuando la Iglesia reza, el Espíritu Santo, que intercede por los santos según la voluntad de Dios, la guía hacia toda la verdad» (cf. CIC 2630, Jn 16,13).
En esa atmósfera de oración y discernimiento, la figura del cardenal Wojtyła emergió como un signo del futuro. No era parte del círculo romano más tradicional, pero era un hombre de profunda vida interior, de sólida formación filosófico-teológica, y con una experiencia pastoral forjada en las persecuciones de la Iglesia en Polonia. Era, sin duda, un hombre de Dios.
“¡Ábranle las puertas a Cristo!”
En su primera homilía como Papa, Juan Pablo II pronunció palabras proféticas que aún resuenan:
«¡No tengan miedo! ¡Abran, más todavía, abran de par en par las puertas a Cristo!»
Aquella exhortación fue más que un eslogan. Fue el programa espiritual de un pontificado que duraría 27 años, llevando el Evangelio a todos los rincones del mundo. Su voz resonó como la de Pedro en Pentecostés: fuerte, clara, impulsada por el Espíritu. Consciente de los desafíos del mundo moderno, san Juan Pablo II no propuso una huida, sino una conquista del corazón humano a través de la verdad y la misericordia.
Un pastor desde la cruz
El Papa Wojtyła no solo fue un gran comunicador o un viajero infatigable. Fue un testigo de la fe. Llevó en su cuerpo las huellas del martirio: el atentado del 13 de mayo de 1981, sus múltiples enfermedades, el peso de los pueblos sufrientes. Pero nada lo apartó de su misión. Como enseña san Pablo: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12,10). Su cruz personal fue fecunda porque la ofreció por la Iglesia y por el mundo.
Una elección providencial
El Cónclave que lo eligió fue guiado, sin duda, por la Providencia divina. Los cardenales, sin buscarlo del todo, se encontraron llamando a la sede de Pedro a un hombre que encarnaba el dolor y la esperanza del siglo XX. Su elección fue un acto de confianza en el Espíritu Santo, que conduce a la Iglesia incluso cuando los caminos humanos parecen inciertos.
Como afirmó el Papa emérito Benedicto XVI, testigo cercano de aquellos días:
«Juan Pablo II fue elegido no para dar una solución política a los problemas de la época, sino para recordar al mundo el rostro de Cristo».
Una herencia que sigue viva
San Juan Pablo II no fue solo el Papa de los jóvenes, de la familia, de la dignidad humana y de la nueva evangelización. Fue el Papa del amor a la Virgen, de la defensa de la vida, de la fe valiente y del diálogo con el mundo sin traicionar la Verdad. Fue un hombre que, desde el primer día de su pontificado, hizo de su vida una entrega total al Señor.
Y todo comenzó en ese Cónclave de octubre de 1978. En ese momento silencioso y cargado de gracia, los cardenales fueron instrumentos del Espíritu, y la Iglesia recibió un pastor que sería luego llamado santo. Su elección fue una promesa: Cristo no abandona a su Iglesia, y cuando las tinieblas se ciernen, el Señor suscita luces que iluminan el camino.