“No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el cual podamos ser salvados” (Hch 4,12)
Por el padre Jorge Luis Zarazúa Campa, FMAP
padrejorgeluisfmap@hotmail.com
Desde los orígenes de la fe cristiana, la Iglesia proclama con absoluta claridad que sólo Jesucristo es el Redentor del mundo. Él es el único Mediador entre Dios y los hombres (1 Tim 2,5-6), el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29), y el único Salvador que reconcilia a la humanidad con el Padre (Jn 14, 6).
Esta afirmación no es una frase devocional: es el centro del Evangelio, el corazón mismo del cristianismo.
1. Redimir: amar hasta dar la vida
La palabra redimir proviene del latín redimere, que significa “comprar de nuevo” o “liberar mediante un precio”.
En tiempos antiguos, se aplicaba a la acción de pagar el rescate de un esclavo condenado a muerte.
Por eso, cuando decimos que Cristo es nuestro Redentor, proclamamos que Él pagó el precio de nuestra libertad con su propia sangre (cf. 1 Pe 1,18-19).
“Porque el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10,45).
En la cruz, Jesús no sólo sufrió: entregó su vida en obediencia perfecta al Padre. Nadie más podía ofrecer un sacrificio tan absoluto y eficaz, porque nadie más es a la vez verdadero Dios y verdadero hombre.
Él nos redime no sólo como víctima, sino también como Sacerdote eterno que ofrece el sacrificio perfecto (cf. Heb 9,11-14).
2. El Redentor es único porque su Persona es única
Sólo Jesús une en sí mismo lo divino y lo humano. En Él habita “toda la plenitud de la divinidad corporalmente” (Col 2,9).
Por eso, su entrega tiene un valor infinito: basta una sola gota de su sangre para redimir al mundo entero.
Ningún santo, ángel o criatura —ni siquiera la Santísima Virgen María— puede compartir esa obra en sentido propio.
Cristo no necesita complemento ni ayuda para salvar. Su redención es plena, suficiente y definitiva.
“Él es la propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn 2,2).
3. La cooperación de María: gracia participada, no poder redentor
La Virgen María participa íntimamente en la obra de la salvación, pero como redimida, no como redentora.
Su “fiat” —“Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38)— permitió que el Verbo se encarnara y comenzara la historia de nuestra redención.
Pero María no actúa junto a Cristo como igual, sino en Él y por Él.
Su cooperación es real y sublime, pero siempre dependiente de la gracia.
Ella no redime: colabora, intercede, acompaña.
Es la Madre del Redentor, no su socia divina.
Como enseña el Concilio Vaticano II:
“La maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar… sin disminuir en nada la mediación única de Cristo, sino mostrando su eficacia” (Lumen Gentium, 60).
4. Cristo, único Mediador y Redentor
En palabras del apóstol san Pablo:
“Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres: Cristo Jesús, hombre también, que se entregó en rescate por todos” (1 Tim 2,5-6).
Esta verdad ilumina toda la fe cristiana:
• Sólo Cristo reconcilia al mundo con el Padre.
• Sólo su sacrificio abre las puertas del cielo.
• Sólo su gracia sana el corazón humano.
Todo lo que en los santos —y en María de modo eminente— coopera a la salvación, procede del único Redentor y depende totalmente de Él.
5. Adorar al Redentor, amar a su Madre
Reconocer a Cristo como único Redentor no disminuye el amor a la Virgen, sino que lo purifica.
Ella misma se alegra cuando su Hijo es exaltado:
“Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador” (Lc 1,46-47).
María no pide adoración ni títulos divinos; su misión es llevarnos a Cristo.
Ella, la primera redimida, es el espejo más puro de la Redención.
Y precisamente por eso, el amor verdadero a María consiste en seguir su ejemplo de fe, obediencia y humildad, poniéndonos totalmente en manos de su Hijo.
Conclusión
Jesucristo es el único Redentor porque sólo Él puede salvar:
Él es Dios hecho hombre, el Cordero que quita el pecado del mundo, el Sacerdote eterno y el Amigo fiel que entrega su vida por nosotros.
María, la Inmaculada, brilla con la luz de Cristo; no añade nada a su obra, sino que la refleja con perfección maternal.
Quien adora al Redentor y ama a su Madre, camina en la plenitud de la fe católica:
Cristo salva, María acompaña; Cristo redime, María cree; Cristo reina, María sirve.







