Por el padre Jorge Luis Zarazúa Campa, FMAP
El 19 de abril de 2005, a las 17:50 horas, el humo blanco emergió desde la chimenea de la Capilla Sixtina. La Iglesia universal, apenas recuperándose del duelo por la partida de san Juan Pablo II, volvía a reunirse en oración y esperanza. Minutos después, el cardenal chileno Jorge Medina Estévez anunciaba con voz solemne: «Habemus Papam!» El nuevo Pontífice era el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, uno de los teólogos más profundos del siglo XX.
Tomó el nombre de Benedicto XVI, evocando a san Benito, padre de la vida monástica occidental, y a Benedicto XV, el “Papa de la paz” en tiempos de la Primera Guerra Mundial. En su primera aparición, con voz temblorosa y mirada serena, se definió a sí mismo como «un humilde trabajador en la viña del Señor». Así iniciaba un pontificado marcado por la claridad doctrinal, la profundidad espiritual y el amor a la verdad.
Un Cónclave bajo el signo del Espíritu
El Cónclave de abril de 2005 fue uno de los más breves de la historia reciente: en solo cuatro votaciones, los cardenales eligieron al nuevo Sucesor de Pedro. Pero su brevedad no resta a la intensidad espiritual que lo marcó. Tras la muerte de san Juan Pablo II, la Iglesia vivía un clima de fe, unidad y esperanza. Más de cuatro millones de personas peregrinaron a Roma para despedirse de él. El pueblo fiel oraba con insistencia: «Señor, danos un pastor según tu Corazón» (cf. Jer 3,15).
En esos días, el Espíritu Santo actuó con fuerza. Como enseñó san Juan Pablo II, «el Cónclave es un momento en el que toda la Iglesia se concentra espiritualmente en una sola súplica: que el nuevo Pedro sea fiel a Cristo y guía de sus hermanos» (Ángelus, 18-IV-1999).
La elección de un teólogo-pastor
Joseph Ratzinger no era un desconocido. Acompañó a Juan Pablo II como colaborador cercano durante casi 25 años, siendo considerado uno de los grandes arquitectos del Catecismo de la Iglesia Católica y defensor de la fe frente a las ideologías de la época. Su elección fue vista por muchos como una continuidad espiritual, pero también como una sorpresa: el mundo esperaba un perfil más “mediático”, pero Dios eligió a un servidor del pensamiento, de la liturgia y del silencio.
En su homilía inaugural, Benedicto XVI dijo con fuerza: «¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo». Estas palabras revelan el núcleo de su pontificado: volver al centro, a Cristo, al amor a la verdad, a la liturgia como fuente de vida y al esplendor de la fe católica vivida con inteligencia y humildad.
Una elección profética
El pontificado de Benedicto XVI fue un llamado a la razón iluminada por la fe. En un mundo marcado por el relativismo, su magisterio ofreció una brújula clara y profunda. Desde Deus caritas est hasta Caritas in veritate, Benedicto habló con firmeza sobre el amor de Dios, la verdad como camino de libertad, y la caridad como forma madura de la fe.
Su elección en 2005 fue profética: Dios concedió a su Iglesia un maestro, un padre y un testigo de la belleza de la fe pensada y vivida. Como Pedro, Benedicto se puso al servicio de la comunión eclesial. Como Juan, condujo a la Iglesia a la contemplación del Verbo encarnado. Como Pablo, no temió anunciar la verdad “a tiempo y a destiempo” (cf. 2 Tim 4,2), aunque eso implicara incomprensiones o rechazo.
La fuerza de la fe en la debilidad
En febrero de 2013, Benedicto XVI dio otro testimonio único: la renuncia. En un acto de gran humildad y libertad espiritual, reconoció que no tenía ya la fuerza física y anímica para guiar a la Iglesia. No abandonó su misión, sino que la vivió desde el silencio y la oración. Desde el monasterio Mater Ecclesiae, ofreció su vida por la Iglesia. Como Moisés en lo alto del monte, elevó las manos mientras el nuevo pastor luchaba en el valle (cf. Ex 17,11-12).
Su renuncia no fue un fracaso, sino la culminación coherente de un pontificado vivido desde la obediencia. En palabras del Papa Francisco: «Benedicto XVI fue un gran Papa, un grande. Por su vida, por su pensamiento, por su humildad» (Audiencia general, 8-II-2023).
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Conclusión: Un Cónclave guiado por la Providencia
La elección de Benedicto XVI fue una respuesta del cielo al clamor de la Iglesia. Un hombre de fe, de razón y de oración, llamado a confirmar a sus hermanos (cf. Lc 22,32) en un tiempo de grandes desafíos. Su elección, como todo Cónclave, fue más que una decisión humana: fue un acto de gracia, un signo del Espíritu que sigue conduciendo la barca de Pedro.
Cuando la Iglesia confía en la oración, se abre al soplo del Espíritu. Y cuando el Papa se define como un “humilde trabajador”, recuerda al mundo que el verdadero poder es el servicio, y que quien sirve a Cristo no teme a nada.