No dejó un documento titulado “testamento”, pero su vida, su voz y sus gestos nos lo entregaron con claridad profética. El Papa Francisco nos deja un legado vibrante, que arde en el corazón del Pueblo de Dios: una Iglesia en salida, misionera, pobre y para los pobres.

Desde el primer momento de su pontificado, el Papa Francisco salió al balcón del Vaticano con un gesto que lo diría todo: pidió oración, se inclinó ante el pueblo, y rompió protocolos para acercarse al corazón. Con ello, marcó el rumbo: no una Iglesia encerrada en sí misma, sino una Iglesia que camina, que escucha, que sirve.

Su testamento pastoral es un llamado a romper con la autorreferencialidad, a dejar atrás el clericalismo y la comodidad, y a volver a lo esencial: el Evangelio vivido con alegría y radicalidad. El Papa Francisco nos gritó con palabras y con lágrimas que Cristo está en los pobres, en los descartados, en los migrantes, en los enfermos y en los rostros heridos de nuestra historia.

“Prefiero una Iglesia accidentada por salir a la calle, que una Iglesia enferma por quedarse encerrada,” dijo con valentía. Y ese sueño lo vivió con coherencia: abrazó a los leprosos del siglo XXI, tocó heridas que otros evitaban, y abrió caminos de ternura en medio de la indiferencia global.

Su testamento es también una invitación al discernimiento comunitario, a la sinodalidad, al diálogo entre generaciones y culturas. Nos enseñó que la verdad no se impone, se propone con amor; que la doctrina no puede ser obstáculo para la misericordia; que la misión no es una estrategia, sino un desborde del corazón que ha encontrado a Jesús.

Hoy, después de su pascua, ese testamento no se archiva: se encarna. En cada parroquia que se abre a su barrio, en cada comunidad que acoge sin prejuicios, en cada corazón que se convierte desde la compasión. Porque Francisco no nos deja una ideología, sino un estilo evangélico de vida.

Una Iglesia en salida no es un eslogan; es una forma de amar. Y ese amor es el mayor legado del Papa Francisco.