“Aquí está tu Madre…” Es la escucha atenta del discípulo amado. No es solo una frase, es un llamado a la intimidad, a la ternura, a la pertenencia. Es la voz de Jesús que, incluso desde la cruz, piensa en el consuelo de sus hijos.

“Aquí está tu Madre…” Es también la expresión de quien ha guardado en su corazón la palabra de su Maestro y Amigo, que en la hora más oscura entrega a su Madre y a su discípulo uno al otro. No como despedida, sino como comienzo de una nueva relación espiritual, una nueva familia nacida al pie de la cruz.

La escena del discípulo amado es profundamente humana y desgarradora. Él presencia el dolor de su Señor, la injusticia de una condena absurda, el abandono de los amigos, el grito del pueblo que alguna vez aclamó, pero ahora exige muerte. Es el corazón roto de quien ama de verdad y no puede hacer nada, salvo permanecer fiel, al pie de la cruz.

Y sin embargo, en medio de ese caos, el discípulo escucha la voz del Maestro. Una voz que no solo consuela, sino que da sentido. Una voz que hace arder el corazón, que infunde fuerza, que invita a levantar la mirada, a doblar las rodillas y a contemplar.

“Aquí tienes a tu Madre…” rompe el silencio paralizante del dolor y abre la puerta a la esperanza. Es un acto de amor que atraviesa el sufrimiento y siembra ternura. Es la promesa de que no estamos solos. Aunque el mundo se desmorone y la injusticia parezca vencer, María está ahí: intercediendo, acompañando, cubriendo con su manto maternal a los hijos del dolor.

Tener a María como Madre es creer en la cercanía de Dios. Su maternidad nos abraza cuando el pecado nos hiere, cuando la cultura nos margina, cuando la incomprensión nos deja al borde del abismo. Es el mismo impulso que la llevó, con premura, a la casa de Isabel (cf. Lc 1,39): consolar, compartir, alegrar.

María nos lleva a Jesús. En ella, el Hijo y el Padre se nos hacen cercanos. Ella nos invita a abrir el corazón al Espíritu, como Juan el Bautista, que salta de gozo en el vientre de su madre, envuelto por la presencia divina.

Hoy, al escuchar nuevamente al Maestro decir: “Ahí tienes a tu madre”, nosotros, como discípulos amados, respondemos con gratitud y fe: “Sí, aquí está mi Madre.” Y caminamos junto a ella, con esperanza, hacia la vida.