Por el P. Julián López Amozurrutia*
14 de abril de 2005

Sacerdote y teólogo católico.

teyamoz@prodigy.net.mx


EL periodo de Sede Apostólica vacante o interregnum es una ocasión para reflexionar sobre los principales desafíos que enfrenta hoy la Iglesia católica. Esta reflexión se ha venido realizando en todo tipo de foros y con diversos niveles de profundidad. También los cardenales, reunidos mientras preparan el cónclave, se plantean las mismas preguntas.

Uno de los retos que enfrenta la Iglesia es su propia credibilidad. La confrontación con la cultura no se ha dado sólo en el contexto de la afirmación de la propia fe, que exige siempre la fortaleza del mártir para enfrentar persecuciones, sino también a contradicciones vividas por cristianos. Muchos que se llaman católicos no refrendan su pertenencia a la Iglesia con un testimonio de vida. Paulo VI llamó "tragedia" a la ruptura entre fe y vida.

En México esto alcanza niveles institucionales. ¿Cómo es posible que un país que se dibuja como católico mantenga sistemas de comportamiento tan alejados del Evangelio de Cristo? A ello apuntaba ya Juan Pablo II cuando llamó a recuperar la santidad como el programa pastoral de la Iglesia.

Esto se complementa con la cuestión vocacional, que no incluye únicamente a sacerdotes y religiosos, sino a todo ser humano que se reconoce cristiano. Una visión cuantitativa a este respecto resultará siempre insuficiente: la credibilidad de la Iglesia no se juega en la cantidad de miembros, sino en la calidad moral y religiosa de su vida. No se trata del indiscriminado "ganar adeptos" que una visión secularizada identifica como propio de todo grupo de adscripción, sino sobre todo de la coherencia vital de los bautizados, que se ancla en lo más profundo de las personas y se proyecta en comportamientos concretos. La fuerza y jovialidad de Juan Pablo II incluso enfermo no radicaba en el impacto de una imagen, sino en que dicha imagen provenía de una experiencia consistente y fresca.

La dinámica para garantizar la unidad de vida de los cristianos seguirá siendo la evangelización. La identidad cristiana implica un cuerpo doctrinal que incluye verdades de fe y modos de vida. En el mercado contemporáneo de opiniones la convicción cristiana está llamada a plantearse abiertamente, sin ocultar su pretensión de verdad. Sólo desde la convicción es posible el diálogo respetuoso con las denominaciones cristianas y con otras religiones, incluso con los no creyentes. En este diálogo deberá mantenerse la promoción de los elementos de interés común, especialmente la justicia y la paz, y la voz de la Iglesia está llamada a seguir siendo una denuncia y un compromiso congruente ante los contrastes globalizadores de nuestro tiempo.

En este marco, la batalla que se libra hoy no se encuentra en el campo político o económico, sino en el cultural. La función del cristiano es la de integrarse como ciudadano responsable en su sociedad, consciente de que ésta no consiste en una simple adaptación, sino en una actitud transformadora. Escuché a un vaticanista, Sandro Magister, que observaba en el grupo de los cardenales una línea de pensamiento que tal vez muchos consideren "conservadora", y que sin embargo es la más audaz y revolucionaria en el contexto actual: la de quienes defienden su propia tradición y no temen proponer la identidad de una cultura cristiana en medio de la fragmentación contemporánea. Esta identidad es a la que se enfrentan muchos grupos de presión que no han entendido la noción católica de un patrimonio sobre el que no existen negociaciones.

La Iglesia nunca aceptará el aborto, el divorcio o la eutanasia, ni ordenará mujeres, ni renunciará a pesar de sus dolorosas contradicciones al valor del celibato eclesiástico. Pero estos temas que atraen la atención pública no son el centro del problema. El cristianismo ha vivido siempre una gran paradoja: no puede claudicar ante sus propias convicciones, diluyéndolas en un diálogo irenista y acomodaticio con el pretexto de adaptarse a las exigencias del momento; pero tampoco puede renunciar a entrar en las condiciones históricas por una visión angelista y dualista. Ambos extremos serían una traición a la esencia cristiana.

Se trata de una consecuencia irrenunciable de la fe en Cristo como Dios presente en la historia humana.

El individualismo y hedonismo modernos nos llevan a constatar que un cristianismo que no resulte incómodo difícilmente será verdadero. Muchas veces se pudo evidenciar que las multitudes que aplaudían a Juan Pablo II no siempre asumían las consecuencias de su mensaje. El cristianismo del futuro debe apostar más por personas convencidas que por aglomeraciones entusiastas y volubles: estar en el mundo sin ser el mundo, no temer ser "signo de contradicción", como lo predicó Karol Wojtyla al papa Paulo VI y a su curia en unos ejercicios espirituales.

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* Participó en la Ciudad del Vaticano como Auxiliar en la Secretaría del Sínodo de los Obispos durante la Asamblea Extraordinaria para América en noviembre y diciembre de 1997. Desde el año 2001 es Director Espiritual adjunto en el Seminario Conciliar de México. De 2001 a 2003 es Coordinador Académico del Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos, del cual es desde el 2003 Director General. Desde el 2001 es también profesor en la Universidad Pontificia de México en el área de Dogmática. Ha colaborado también en otros centros, entre los que destaca el Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana, y ha fungido como perito en Teología en distintas actividades eclesiásticas, así como conferencista en diversos centros educativos. Actualmente es también miembro del Consejo de Bioética de la Conferencia del Episcopado Mexicano. Ha participado en diversas publicaciones especializadas y de divulgación como autor y editor.