Todo depende de cómo se entiende el papel de la autoridad: como servicio o como poder. Y para eso el carácter juega un papel fundamental: un carácter bien forjado a la luz de un ideal o un carácter dejado a la deriva, manejado solamente por el instinto del momento. Como en el caso de Luis y Ángel.
Dos primos, tan amigos y tan diferentes. Los llamaban “los amigotes”, siempre unidos, cuando las circunstancias se lo permitían, a tal grado que los compañeros y los mismos superiores del seminario empezaron a sospechar algo turbio entre los dos, algo que nunca se pudo comprobar. Los acusaban de “amistad particular”, un eufemismo para decir “homosexualidad”.
Pero en realidad, no había nada de todo eso. Sencillamente se trataba de una manera muy peculiar de relacionarse entre los dos, por ser primos y frecuentarse desde la infancia. Una infancia muy diferente en los dos casos, por ser Luis el benjamín de la familia, apapachado por todos, y Ángel, la oveja negra, marginado por todos por su manera de ser, siempre a la defensiva, sospechando de todo y de todos.
El problema empezó cuando los dos, una vez ordenados sacerdotes, fueron enviados a trabajar en la periferia de la ciudad en dos parroquias contiguas. Al principio, los dos siguieron visitándose el uno al otro, comunicándose sus experiencias y apoyándose mutuamente. Pero pronto salieron a relucir las diferencias entre los dos y su relación poco a poco se fue enfriando, hasta desaparecer por completo. Cuando alguien a cualquiera de los dos le preguntaba el porqué de un cambio tan radical, la respuesta era siempre la misma:
–No me gusta su manera de llevarse con la gente.
En concreto, Luis (el padre Luis) confiaba en todos y a todos les ofrecía la oportunidad de desarrollarse según la capacidad de cada uno y el tipo de servicio que estaba dispuesto a prestar a la comunidad. Por eso, en poco tiempo ya contaba con un gran número de agentes de pastoral, que poco a poco se iban formando con el apoyo de sus mismos compañeros más adelantados. Prácticamente, el que sabía más, enseñaba al que sabía menos, aparte evidentemente de las clases oficiales, que impartía el mismo padre Luis o algún amigo suyo, especializado en tal o cual materia. Y con eso, cualquiera se sentía impulsado a volverse agente de pastoral.
Ya contaba con algunos candidatos al diaconado permanente, que lo ayudaban de una manera especial en el cuidado pastoral de los enfermos y los presos; una vez ordenados, se iban a encargar cada uno de un sector de la parroquia con su respectiva capilla, de la dirección de la catequesis, la pastoral juvenil y un montón de otras actividades. Saltaba a la vista el hecho que, con la llegada del padre Luis, la parroquia se había vuelto en un hervidero de ideas e iniciativas y cada uno de los agentes de pastoral se sentía realmente satisfecho y responsable del servicio que estaba prestando a la comunidad.
Mientras la parroquia del padre Ángel languidecía con la rutina de siempre, sin grandes sobresaltos ni perspectivas para el futuro, con la diferencia que, con su llegada se notaba más formalidad en todo el quehacer parroquial, especialmente en el aspecto litúrgico y en el trato que los feligreses tenían hacia él y los que ostentaban algún cargo especial en la comunidad, como por ejemplo la distribución de la Eucaristía o la preparación para los sacramentos; no se dejaba nada a la improvisación y la espontaneidad; todo estaba bien establecido y ensayado hasta en los más mínimos detalles, de manera que los agentes de pastoral, bajo el cuidado del padre Ángel, se habían vuelto en verdaderos autómatas sin ideas ni personalidad propia.
De todos modos, según él, todo marchaba bien, de acuerdo con las normas establecidas por la Iglesia. Por eso no dejaba de criticar la manera muy poco ortodoxa de llevarse las cosas en la parroquia vecina. Lo mismo que hacía el padre Luis, criticando sistemáticamente la manera de proceder de su antiguo amigo, que solía definir como “el entrenador de esclavos”.
Así las cosas, hasta que un acontecimiento llegó a perturbar profundamente el frágil equilibrio, que aún existía entre los dos viejos amigos, volviéndolos enemigos irreconciliables: el padre Luis fue nombrado vicario de pastoral con la encomienda de dinamizar el apostolado de los laicos en toda la diócesis, haciéndolo más ágil y efectivo.
Era lo que siempre había esperado el padre Luis, que, ni tardo ni perezoso, de inmediato se dio a la tarea de organizar talleres de superación personal y liderazgo, exhortando a todos los párrocos a preocuparse por la formación de sus agentes de pastoral, enviándolos a sus cursos, bien consciente de lo que esta iniciativa iba a representar para su viejo amigo. Lo peor del caso fue que pronto algunos de los mejores elementos del padre Ángel, sin su consentimiento, empezaron a frecuentar los cursos del padre Luis, volviéndose en sus fans incondicionales, decididos a romper definitivamente con el sistema impuesto por su párroco.
Fue tanto el enojo del padre Ángel contra esos inconformes que se descontroló por completo, hasta volverse irreconocible, gritando y amenazando a todos con la excomunión en caso de desobediencia. No había homilía, sin que hablara de rebeldía, excomunión y perdición eterna, fastidiando a todo mundo, con el resultado de desalentar siempre más a los pocos seguidores que aún le quedaban, orillándolos a desparramarse cada día más por las parroquias vecinas.
Las cosas empeoraron a tal grado que la noticia llegó a oídos del obispo, que se vio obligado a tomar cartas en el asunto antes que pasaran a mayores, causando un gran escándalo en toda la diócesis. Qué bueno que se trataba de un obispo muy conocedor de las humanas flaquezas y extremadamente comprensivo hacia todos, pero de una manera especial hacia los curas, que quería más que a las niñas de sus ojos. Él tomó tanto a pecho la situación que, mediante encuentros semanales con el padre Ángel (se decía que el obispo contaba con una maestría en sicología), no sólo logró hacerle tomar conciencia de sus traumas y complejos (lo que los superiores del seminario nunca habían logrado durante tantos años), sino que lo convenció a someterse a una larga terapia hasta que no volviera a la antigua amistad con el padre Luis.
Naturalmente todo esto causó un fuerte impacto en la comunidad diocesana, que desde entonces, ante la evidencia de los hechos, empezó a entender y experimentar el papel insustituible del obispo como principal factor de unidad entre todos, pero de una manera especial entre los presbíteros, sus primeros colaboradores, tan expuestos a todo tipo de autoritarismo y arbitrariedades.

PREGUNTAS

1. Si lo conoces, relata algún caso parecido a éste.

2. ¿Con qué tipo de cura te gustaría trabajar: un cura parecido al padre Luis u otro parecido al padre Ángel? ¿Por qué?

3. ¿Cuál tiene que ser el papel del obispo?