“No llamen padre a nadie en la tierra” (Mt 23,9).
Estas palabras, arrancadas de su contexto, se han convertido para algunos en argumento contra la tradición católica de llamar “padre” a los sacerdotes. Pero quizá allí, en esa aparente prohibición, se esconde una llave preciosa para entender lo que verdaderamente significa ser sacerdote: no una autoridad dominadora, sino un hombre que comparte la paternidad de Dios engendrando vida espiritual en sus hijos.
El Evangelio no destruye la paternidad humana; la purifica y la eleva. Jesús no abolió la bella palabra padre —la usa Él mismo para hablar de Abraham (Lc 16,24), y san Pablo habla de sí como padre espiritual de sus comunidades (1 Cor 4,15)—. Cristo señaló otra cosa: nadie puede usurpar el lugar absoluto del Padre del cielo.
El sacerdote, entonces, no es “padre” para desplazar a Dios, sino para revelarlo.
I. El sacerdote: signo vivo de la paternidad de Dios
El sacerdote no engendra hijos de carne y sangre, sino hombres y mujeres renacidos por el agua y el Espíritu.
En el Bautismo, absuelve, alimenta, corrige, escucha, acompaña, anima y consuela. Esta es la trama de una auténtica paternidad.
San Pablo lo expresa con ternura:
“Aunque tengan diez mil pedagogos, no tienen muchos padres, pues yo los engendré en Cristo Jesús por el Evangelio”
(1 Cor 4,15).
Paternidad espiritual es entregar la vida para que otros vivan en Dios.
No es dominio, sino oblación.
No es prestigio, sino servicio silencioso.
Un sacerdote ejerce paternidad cuando:
• siembra la fe,
• forma conciencias,
• inicia caminos de santidad,
• limpia heridas del alma,
• acompaña los combates interiores,
• hace sentir al hijo pródigo el abrazo del Padre.
II. Cristo, raíz y cima de toda paternidad
Jesús es el único Sacerdote eterno, el Hijo que nos abre el corazón del Padre.
Todo ministerio sacerdotal brota de sus manos y lleva su sello.
La Iglesia es muy clara:
el sacerdote no reemplaza a Dios ni suplantan la paternidad doméstica.
Es, más bien, una ventana hacia el verdadero Padre, un testigo de su ternura, una voz que proclama: “Dios no te ha olvidado; Él te llama hijo”.
Cuando un hombre es ordenado sacerdote, la Iglesia deposita en él un misterio:
• Dios se valdrá de su voz para perdonar,
• de sus manos para consagrar,
• de su corazón para abrazar.
En el fondo, la paternidad sacerdotal nace del costado abierto de Cristo.
Es participación en su carne ofrecida y en su sangre derramada.
III. Mt 23,8-9: una salvaguarda contra la paternidad falsa
Las palabras de Jesús en Mt 23,8-9 fueron dirigidas contra la búsqueda de honores y la tentación de adueñarse de almas.
Él denuncia la paternidad que esclaviza, la autoridad inflada, el corazón que usa a los demás en nombre de la religión.
Pero lejos de negar la paternidad espiritual, Jesús la purifica:
solo quien vive unido al Padre puede llamar hijos a los que le han sido confiados.
Por eso, cuando la Iglesia llama “padre” a un sacerdote, no celebra su superioridad, sino recuerda su vocación:
ser reflejo vivo del verdadero Padre.
IV. El sacerdote: un corazón para amar y un hombro para sostener
La paternidad espiritual tiene un precio:
llevar en el corazón los gozos y dolores de los hijos.
Ser sacerdote-padre es:
• velar cuando otros duermen,
• llorar con quienes no tienen lágrimas,
• sufrir sin rencor,
• alegrarse cuando los hijos vuelven a la gracia,
• corregir con firmeza pero sin humillar.
Es comprender que las almas no son propiedad, sino don.
Es arder por Cristo hasta consumirse.
Solo quien vive como hijo del Padre puede acompañar a otros a descubrir su identidad de hijos.
V. Paternidad que engendra santidad
El sacerdote es padre porque:
• abre los cielos sobre sus hijos en el Bautismo,
• alimenta la vida divina con la Eucaristía,
• restaura almas en la Reconciliación,
• bendice hogares,
• acompaña vocaciones,
• ilumina conciencias,
• prepara a los santos de mañana.
En cada confesionario y cada altar, el sacerdote repite las palabras de san Pablo:
“Hijos míos, por quienes sufro dolores de parto” (Gal 4,19).
La paternidad espiritual no es metáfora.
Es un acto de generación mística.
VI. No títulos, sino entrega
Si Jesús advirtió contra los títulos, es porque la paternidad no puede reducirse a una palabra.
La paternidad se demuestra en la vida ofrecida, en la fidelidad diaria, en el amor que no abandona.
El sacerdote no es padre porque se le llama así,
sino porque se deja gastar para que otros vivan.
La más bella prueba está en los santos sacerdotes:
• curas que dieron su sangre,
• confesores que devolvieron paz,
• pastores que caminaron entre su gente,
• almas que se consumieron en el silencio de una parroquia rural,
• manos que sostuvieron moribundos,
• ojos que devolvieron esperanza.
Ellos enseñan que la paternidad espiritual es cruz y abrazo, fuego y misericordia.
VII. Misterio abierto para nuestra fe
Llamamos “padre” al sacerdote no por costumbre, sino porque reconocemos en él un instrumento de la paternidad divina.
El sacerdote auténtico:
• transmite luz,
• siembra paz,
• corrige con caridad,
• levanta al caído,
• guarda a sus hijos en la oración.
Y cuando un sacerdote tiene heridas —porque también las tiene—
las presenta al Padre para que se vuelvan fuente de compasión.
La paternidad espiritual exige santidad, porque sin intimidad con el Padre no hay evangelización verdadera.
Conclusión
Más allá de Mt 23,8-9, el sacerdote es padre porque ayuda a nacer, crecer, sanar y resucitar.
Su autoridad no se alza sobre nadie, sino que se inclina para lavar los pies. Toda paternidad espiritual remite a Dios y se alimenta de Cristo, buen Pastor.
Cuando el pueblo de Dios llama “padre” al sacerdote, reconoce algo que ni la teología ni los reglamentos pueden encerrar del todo:
la experiencia viva de haber sido engendrados por la gracia.
Porque al final, la palabra “padre” solo tiene sentido si remite al primer y verdadero Padre:
«De quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra»
(Ef 3,15).
Y cuando el sacerdote vive así, no es un título el que lo honra:
es la vida transformada de sus hijos,
que pueden decir con verdad:
“En su entrega, conocimos el rostro del Padre”.