El primer Papa americano y el primero de la Compañía de Jesús es Jorge Mario Bergoglio, argentino, nacido en Buenos Aires el 17 de diciembre de 1936, hijo de inmigrantes piamonteses. Su elección el 13 de marzo de 2013 marcó un giro histórico para la Iglesia: un pastor austero, profundamente evangélico, con el corazón volcado hacia las periferias.

A sus 76 años, arzobispo de Buenos Aires desde 1998 y cardenal desde 2001, ya era una figura respetada en toda América Latina por su vida sencilla, su cercanía a los pobres y su firme defensa de la justicia social. Rechazaba los privilegios eclesiásticos: vivía en un modesto apartamento, se cocinaba él mismo y usaba transporte público. “Mi gente es pobre y yo soy uno de ellos”, decía con naturalidad.

Jesuita desde 1958, se formó en filosofía y teología, y fue profesor, rector, provincial y guía espiritual. Su trayectoria académica y pastoral lo preparó para una misión que él mismo describiría con un lema: Miserando atque eligendo —“lo miró con misericordia y lo eligió”—, tomado de una homilía de san Beda sobre la vocación de Mateo.

Fue nombrado obispo auxiliar de Buenos Aires en 1992 por san Juan Pablo II, y en 1998 sucedió al cardenal Quarracino como arzobispo. Desde entonces impulsó un estilo pastoral basado en la cercanía, la escucha y el servicio. Su plan misionero para la arquidiócesis puso en el centro la evangelización urbana, el protagonismo laical y la opción por los más vulnerables.

Participó en el cónclave de 2005 y en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Aparecida (2007), donde dejó una huella indeleble como redactor del documento final. Allí maduró su visión de una Iglesia en salida, pobre para los pobres, que denuncia la exclusión y anuncia la alegría del Evangelio.

Como Papa, ha hecho de esa visión su programa. Ha reformado estructuras, convocado Sínodos, lanzado grandes encíclicas como Evangelii gaudium, Laudato si’ y Fratelli tutti, y ha mantenido un estilo que sorprende y conmueve: abrazando a los enfermos, llorando con las víctimas, dialogando con los que no creen.

El Papa Francisco ha puesto el foco donde a veces no se mira: en la fragilidad. No para idealizarla, sino para acompañarla. Porque —como ha dicho muchas veces— allí donde hay dolor, exclusión o pecado, Dios no se aleja: se acerca más.

Y ese, sin duda, será su legado más grande.

Un pontificado con olor a oveja y rostro de misericordia

Desde el balcón central de San Pedro, el 13 de marzo de 2013, el mundo escuchó por primera vez el nombre de Francisco. No fue un simple gesto simbólico. Fue una declaración de principios. Como san Francisco de Asís, el nuevo Papa deseaba una Iglesia pobre y para los pobres, despojada, sencilla, profundamente evangélica.

En estos años, el Papa Francisco ha sacudido conciencias, desafiado estructuras y devuelto a la Iglesia su vocación de madre cercana, no de juez severo. Ha recordado que el Evangelio no se vive en las torres de marfil, sino en las calles polvorientas donde habita el sufrimiento humano.

Una Iglesia en salida

Uno de sus primeros documentos, Evangelii gaudium (2013), es prácticamente un manifiesto pastoral. Allí lanza su grito de corazón: “Prefiero una Iglesia accidentada por salir a las calles que una enferma por encierro y comodidad.” Esa es la Iglesia que el Papa Francisco ha soñado y promovido: misionera, dialogante, sin miedo a equivocarse por amor.

Puertas abiertas para todos

El Papa Francisco ha insistido en que la misericordia no es un concepto blando, sino la expresión más firme del amor de Dios. Abrió las puertas del Jubileo de la Misericordia en 2015 y desde entonces ha repetido que no hay situación humana que quede fuera del abrazo del Padre. Amoris laetitia, su exhortación sobre la familia, muestra su deseo de acompañar procesos, sin rigideces, con paciencia y verdad.

Una voz para los que no tienen voz

El Papa ha sido incansable defensor de los migrantes, los descartados, los pueblos originarios, los trabajadores invisibles, los ancianos, los jóvenes sin oportunidades. En Fratelli tutti (2020), propone una fraternidad universal que desarma odios y construye puentes. Y en Laudato si’ (2015), su encíclica ecológica, se convierte en profeta de una “ecología integral” que une el grito de la tierra y el grito de los pobres.

Ternura y firmeza

Con voz suave, pero determinación inquebrantable, ha enfrentado los escándalos de abuso y ha promovido reformas profundas en la curia romana. Su estilo es sinodal: consulta, escucha, camina con el pueblo. En los Sínodos recientes ha potenciado el protagonismo de las iglesias locales, especialmente de los laicos, mujeres y jóvenes.

Un corazón marcado por la fragilidad

El Papa Francisco no ha ocultado su humanidad: ha hablado de sus limitaciones, de su pasado, de su necesidad de oración y de comunidad. Se ha mostrado vulnerable, cercano, conmovido por el sufrimiento del mundo. Esa fragilidad, asumida con humildad, es la que le permite tocar el corazón de millones, creyentes o no.

Un legado de compasión activa

Más allá de las reformas estructurales, el legado más profundo del Papa Francisco será su testimonio de una Iglesia que no abandona, que acompaña, que escucha. Ha recordado que la caridad no se improvisa, que el Evangelio no se impone, que la santidad se vive con los pies en la tierra.

Su pontificado es una invitación a mirar al otro con ternura, a bajar al suelo donde están las llagas, y a anunciar que Dios no se cansa de perdonar. Que sigue creyendo en nosotros, aun en medio de nuestras caídas.

Y quizás por eso, a pesar de las críticas o incomprensiones, el Papa Francisco sigue caminando. Porque su fe está anclada en ese Cristo que también fue frágil, pero nunca dejó de amar.

Gracias, Señor, por el Papa Francisco
Tú que escoges a los pequeños para confundir a los poderosos,
que miras el corazón y no las apariencias,
te damos gracias por regalarnos al Papa Francisco,
pastor con olor a oveja,
voz de los sin voz,
hermano de los pobres,
puente en tiempos de muros.
Gracias por su valentía profética,
por su ternura que abraza,
por su palabra que consuela y también incomoda.
Gracias por recordarnos que la fe no se encierra,
sino que se arriesga, se entrega, se encarna.
Te pedimos, Señor, que nosotros, como Iglesia, sepamos recoger su testimonio
y convertirlo en vida,
en misión,
en compasión activa. Amén.