En una comunidad cristiana sin rumbo seguro, que vive en medio de una sociedad en descomposición, las medias tintas no tienen sentido.

Solamente el testimonio valiente de auténticos discípulos de Cristo puede representar un signo de esperanza para el presente y el futuro.

Por el P. Flaviano Amatulli Valente, fmap

Pluralismo religioso

Puesto que el demonio es el espíritu de la mentira, lo primero que trata de hacer es confundirnos acerca de la manera más correcta de ver las cosas y relacionarnos con Dios, convenciéndonos de que en el fondo todo es lo mismo; basta ser sinceros consigo mismos y buscar a Dios de todo corazón. Lo demás importa poco.

Pues bien, en este contexto, querer aclarar al católico la diferencia entre la Iglesia que fundó Cristo y las demás expresiones religiosas dentro y fuera del cristianismo, para muchos es un asunto de mal gusto. Según ellos, es mejor dejar las cosas como están, sin aclarar nada y dejando al católico completamente desprotegido ante los posibles ataques de la competencia, aunque estén conscientes de que, como consecuencia, muchos se van a extraviar. Lo que más les importa es dar la impresión de ser abiertos y comprensivos hacia todos, sin hacer distinción entre el trigo y la cizaña, la luz y las tinieblas.

Quisieran liquidar el problema del proselitismo religioso, solamente apelando a los principios de la libertad de conciencia, la libertad religiosa y el diálogo, sin comprometerse a preparar al católico de manera tal que, consciente de su identidad como miembro de la Iglesia de Cristo y conociendo la respuesta a las posibles objeciones o ataques que le pueden venir de parte de los que siguen otros caminos, se sienta seguro en su fe y no se deje seducir por cualquier canto de sirena o no sucumba tan fácilmente ante la tentación de venderla al mejor postor.

Ahora bien, tratar de aclarar este asunto, es otra forma de martirio al interior de la misma comunidad cristiana, especialmente donde los responsables, clérigos o laicos, se encuentran afectados por esta mentalidad, aunque se trate de algo totalmente al margen del sentir bíblico y la experiencia de dos milenios de historia.

Miedo al cambio

Para muchos responsables de nuestras comunidades, lo que realmente importa es pasarla bien, tratando de no meterse en problemas, aunque se den cuenta de que, dentro de la Iglesia, muchas cosas ya no funcionan y necesitan un reajuste. “Que el mundo ruede –parece ser su manera de ver las cosas-; lo importante para mí es que no me falte lo necesario para los frijolitos”.

Hasta se molestan cuando alguien les habla de cambios. Prefieren la comodidad de la rutina al esfuerzo y el riesgo del cambio. Y lo peor del caso es que, al interior de la comunidad cristiana, ellos se sienten como “los buenos”, considerando como “los malos” a los que tratan de mover las aguas estancadas, con miras a una mayor eficacia apostólica. Para ellos, reflexionar sobre las fallas de la pastoral actual significa estar en contra de la Iglesia (¡ellos serían la Iglesia!) y, por lo tanto, hacerse acreedores a determinadas sanciones de parte de la autoridad competente.

Ni modo. Así están las cosas. Por eso, hoy como ayer, hay que acostumbrarse a nadar contracorriente, si de veras se quiere el bien de la Iglesia.

Sociedad en descomposición

Claro que, con esa mentalidad, es difícil después poder enfrentar con sentido de responsabilidad los grandes retos que la sociedad actual presenta al quehacer eclesial, como son la corrupción generalizada, el narcotráfico, los secuestros y la extorción. En lugar de ver qué se puede hacer como Iglesia para dar solución a estos problemas, se prefiere salirse por la tangente, limitándose a la denuncia y dejando todo el paquete al Estado.

Con esa mentalidad, tranquilamente se administran los sacramentos a las víctimas y a los verdugos, como si se tratara de puros ritos, sin ninguna trascendencia para la fe de los creyentes. “Es que, si me niego a prestar algún servicio a esos bandidos –se piensa-, seguramente me van a dar un tiro”.

Así es cuando desde un principio se maneja una perspectiva equivocada en orden al ejercicio del ministerio, visto más bien como fuente de privilegio que como responsabilidad pastoral, que a veces puede llegar hasta exigir el sacrificio supremo de la propia vida (Jn 10, 11-15).

Tiempo de mártires

En una comunidad cristiana a la zaga, que vive dentro de una sociedad en descomposición, hoy en día es urgente el testimonio valiente de auténticos discípulos de Cristo, que estén dispuestos a sacrificarlo todo con tal de vivir y proclamar con toda claridad los ideales evangélicos, sin tapujos y sin miedo a nada ni a nadie. En este contexto, las medias tintas, en el intento de justificarlo todo en aras del quieto vivir, ya no tienen sentido.

En un momento en que parece que las fuerzas del mal vayan tomando la delantera, no hay otro remedio que la respuesta valiente de hombres y mujeres, decididos a dar la gran batalla de la fe en pos de los grandes ideales evangélicos, como ya sucedió en el pasado en las grandes encrucijadas de la historia. O habremos fallado como ciudadanos y como discípulos de Cristo.