misaEs cierto que, gracias a Dios, los desmanes y desastres que se llevaron a cabo en los primeros años siguientes al Concilio Vaticano II en cuestiones litúrgicas, han remitido mucho. Pero a pesar de todo, aún se siguen haciendo mal muchas cosas. Fundamentalmente por ignorancia. Por eso, no está de más reseñar algunas de esas cosas más frecuentes que son contrarias a lo que se debe hacer.

 

Algunos sacerdotes siguen celebrando la Misa sin los ornamentos debidos. Y es frecuente, especialmente en verano, que el sacerdote no se revista con la casulla y celebre sólo con la estola sobre el alba.

Mayoritariamente, no se guarda el silencio en la oración colecta, tal y como está indicado. Aquí vemos hasta qué punto se ha perdido el sentido del silencio y estamos imbuidos de una cultura de la prisa.

Está muy generalizado el uso de cantos inapropiados, faltos de calidad musical y con letras ajenas a la riqueza de la Sagrada Escritura.

Es muy frecuente ver cómo se sustituye el salmo responsorial por una canción que no tiene nada que ver. El caso es “meter algo nuestro”, como si fuera mejor y más importante que la palabra de Dios.

Hay muchas cuestiones que manifiestan una deficiente comprensión de la dignidad que se ha de dar precisamente a la Palabra de Dios. No se debería consentir proclamar las lecturas a quienes, incluso con muy buena intención carecen de las cualidades propias para ello. Abundan los lectores poco o mal preparados. No se les entiende, pronuncian mal, comienzan diciendo: “Primera lectura”, o, “Salmo responsorial”, o, “segunda lectura”. También terminan con un “es palabra de Dios” que, poco a poco, parece que ha de ser enriquecido para ser más original, llegando a escucharse en alguna ocasión: “Hermanos, esto que hemos escuchado es Palabra de Dios”. La razón por la que se dice solamente “Palabra de Dios” es porque es una aclamación; no se trata de informar a los fieles (éstos ya saben que lo leído es Palabra de Dios). Pero en ello, como en todo, la principal responsabilidad es de los sacerdotes que no enseñan ni corrigen.

Los sacerdotes permiten que se hagan en el ofertorio ofrendas que no son apropiadas. Los primeros dones en ser presentados han de ser siempre el pan y el vino. Luego el dinero u otras aportaciones para la Iglesia o los necesitados. También se pueden llevar la patena y el cáliz y lo necesario para la celebración eucarística. En cambio no tiene sentido llevar objetos diversos (catecismos, biblias, trabajos manuales hechos en la catequesis, juguetes, etc., que luego se recoge). Lo que se lleva ha de ser verdadera ofrenda. Tampoco conviene hacer ofrendas en número excesivo y resaltar indebidamente y de forma exagerada, un rito que por su naturaleza debe ser breve y sobrio.

No es correcto que los sacerdotes en el ofertorio, ofrezcan conjuntamente el pan y el vino. El presentar el pan y el vino separadamente y con su respectiva oración forma parte del significado de cada uno de esos dones y no se debe “simplificar” haciéndolo conjuntamente.

Muchos celebrantes suprimen arbitrariamente el lavabo. El rito del lavarse las manos expresa en ese símbolo, la necesidad de pureza de corazón para ofrecer el Sacrificio. No es algo optativo sino algo mandado. Pero se ha prescindido tanto de él que, incluso los que preparan lo necesario para la Misa, directamente no lo ponen o piensan que cada sacerdote decide si se usa o no.

Los fieles no se arrodillan durante la consagración. La costumbre de no arrodillarse muestra la ignorancia sobre lo que está sucediendo en el altar, y el desconocimiento de la forma correcta de comportarse ante Dios. Es un signo de falta de fe. Las normas litúrgicas dicen que los fieles estarán de rodillas, al menos en el momento de la consagración, a no ser que por alguna causa justificable no puedan. Pero quienes no puedan arrodillarse que hagan una inclinación profunda. Son para pensar estas palabras de Ratzinger: «Quien participe en la Eucaristía, orando con fe, tiene que sentirse profundamente conmovido en el instante en el que el Señor desciende y transforma el pan y el vino, de tal manera que se convierten en su Cuerpo y en su Sangre. Ante este acontecimiento, no cabe otra reacción posible que la de caer de rodillas y adorarlo. La consagración es el momento de la gran acción de Dios en el mundo, por nosotros» (J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, Madrid 2001, p. 237.).

Es frecuente que en ciertas celebraciones, como determinadas fiestas locales en las que participan autoridades civiles, haya quienes asistan y que no sean creyentes. Un signo de respeto hacia la fe de los creyentes es adoptar en cada momento las posturas y gestos propios de la celebración y, por tanto, arrodillarse también en el momento de la consagración. De la misma manera que, por respeto a la fe de los musulmanes, cuando uno visita una mezquita se descalza. Sería una hipocresía invocar el respeto a la fe del Islam para un comportamiento y no respetar la fe de los católicos. Nadie obliga a asistir a la celebración de la Misa. Pero si se asiste, aunque uno no sea católico, por respeto y consideración a los católicos y a su fe, deberá hacerlo siguiendo el modo establecido en los distintos momentos de la celebración.

Continuamos señalando más cosas que se hacen mal y deben corregirse. El celebrante parte el pan al pronunciar las palabras de la consagración. La fracción del cuerpo de Cristo tiene su lugar propio en el “Cordero de Dios”.

El sacerdote,  a no ser por imposibilidad física, debe hacer genuflexión tanto después de consagrar el pan como después de consagrar el vino.

Se resalta en exceso el momento de la paz con un canto largo que lleva además o bien a suprimir el canto del “Cordero de Dios” o a infravalorar este signo cuando no se canta sino que se recita. Ya se ha indicado suficientemente lo relativo a la algarabía que suele ocasionar el momento de la paz, así que no insistiremos sobre el tema.

Los ministros extraordinarios administran la comunión en la celebración de la Eucaristía, no habiendo real necesidad para ello. Sólo si hubiera tal cantidad de fieles para comulgar que la celebración se alargara de un modo excesivo se ha de recurrir a la ayuda del ministro extraordinario de la comunión.

No se observan unos minutos de sagrado silencio después de la comunión. Sorprende que se dedique tiempo a los cantos, que el sacerdote se alargue en la homilía y, luego, entren las prisas por acabar y apenas dispongamos de un tiempo para dar gracias a Jesús que está en nosotros. Refiriéndose a este momento de silencio, dice Ratzinger: «es el momento para un diálogo íntimo con el Señor, que se nos ha dado; es el momento para entrar en el proceso de comunicación sin el cual la comunión exterior se convierte en un puro rito y en algo estéril» (J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, Madrid 2001, p. 235.).

En fin, son muchos los temas y puntos en los que se ha de poner un mayor empeño por cuidar este bien común que es la Eucaristía con la humildad de sabernos servidores y no dueños de la misma. Confiemos en que esa profunda humildad y obediencia a lo que legítimamente determina la Iglesia sea la actitud adoptada por todos los fieles, de modo que procuremos conocer y dar a conocer, cuanto debemos observar en las celebraciones litúrgicas.

Milenko Bernadic

http://infocatolica.com/blog/friocaliente.php