¿Podemos llamar “padre” a alguien sobre la tierra?

Claves para entender Mateo 23,8-11

“Y a nadie llaméis ‘padre’ vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo.” (Mateo 23,9)

Muchos han tomado estas palabras como un mandamiento absoluto que prohibiría llamar “padre” a cualquier persona, especialmente a los sacerdotes. Pero ¿es esa la intención de Jesús? ¿Qué quiso decir realmente en Mateo 23?

Cuando leemos el Evangelio con paciencia y con la mente de la Iglesia, descubrimos algo sorprendente:
Jesús no está prohibiendo el uso de la palabra “padre”, sino denunciando la soberbia espiritual, la búsqueda de honores y la autoridad que instala al hombre en el lugar de Dios.

I. Jesús no niega la paternidad humana

Si Jesús quisiera prohibir la palabra de modo literal, Él mismo la habría evitado. Pero:
• Habla de Abraham como “nuestro padre” (Jn 8,39).

• Cuenta la parábola del padre de los dos hijos (Lc 15).

• Afirma que el justo “será llamado padre de muchos pueblos” en referencia a Abraham (Jn 8,56).

San Pablo tampoco tuvo problema en usar la palabra:

“Les engendré en Cristo Jesús por el Evangelio” (1 Cor 4,15).

“Hijos míos, por quienes sufro dolores de parto” (Gal 4,19).

Si Jesús hubiese prohibido estrictamente llamarle “padre” a otro ser humano, ni Él ni los apóstoles habrían usado este lenguaje.

II. El sentido verdadero del pasaje

En Mateo 23, Jesús denuncia a los dirigentes religiosos que aman:

• los títulos honoríficos,
• los primeros puestos,
• el poder sobre las conciencias.

No critica la autoridad legítima, sino el corazón que hace de ese poder un trono.
Jesús quiere destruir el orgullo religioso que se cree dueño de las almas.

Por eso dice:

“El mayor entre ustedes será su servidor” (Mt 23,11).

En este contexto, “no llamen padre” significa:
no idolatrar a ningún hombre,
no poner a nadie en el lugar absoluto del Padre celestial,
no rendirse ante una autoridad humana como si fuera divina.

III. Una medicina contra la vanidad religiosa

En tiempo de Jesús, los maestros judíos buscaban títulos como:

• “Rabí” (maestro eminente),
• “Padre” (fundamento de la doctrina),
• “Guía” (el que conduce la fe de los demás).

Eran insignias de honor.
El Señor revela un peligro muy real:
el corazón humano puede usar la religión para alimentar el ego.

Jesús no está legislando sobre palabras,
está ordenando la actitud del corazón.

IV. La Tradición de la Iglesia no contradice el Evangelio

Llamar padre a un sacerdote no es otorgarle un trono, sino reconocer la misión espiritual que Cristo confió a sus ministros.

El sacerdote:
• engendra a hijos de Dios por el Bautismo,
• alimenta la vida divina con la Eucaristía,
• restaura almas con la Reconciliación,
• acompaña, enseña y corrige.

¿No es eso paternidad?

El Catecismo reconoce esta dimensión espiritual:

“Los sacerdotes participan de la autoridad con la que Cristo edifica, santifica y gobierna su Cuerpo”
(cf. CCE 1547-1551).

Decir “padre” a un sacerdote es, en el fondo, una confesión:
vemos en él un reflejo, limitado pero real, de la paternidad de Dios.

V. La Biblia admite y bendice la paternidad espiritual

Además de San Pablo, otros textos la muestran como algo legítimo y hermoso:
• Eliseo llama a Elías: “¡Padre mío, padre mío!” (2 Re 2,12).
• El rey Joás repite la misma expresión (2 Re 13,14).

La Iglesia no inventa esta expresión:
está escrita en la Biblia como signo de veneración espiritual y afecto filial.

VI. “Uno solo es su Padre”: la advertencia decisiva

Estas palabras no niegan la paternidad terrestre;
recuerdan su límite.

Solo Dios:
• es origen absoluto,
• conoce el corazón,
• salva y perdona,
• da la vida y la resurrección.

Toda paternidad humana —biológica, espiritual, educativa— es participación y reflejo de la suya.

Por eso san Pablo declara:

“De Él toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3,15).

Llamar “padre” al sacerdote no es robarle gloria a Dios,
es reconocer que toda verdadera paternidad nace de Él y a Él vuelve.

VII. Jesús no anula los ministerios, los purifica

El mismo pasaje de Mateo 23 continúa así:

“El mayor entre ustedes será su servidor” (Mt 23,11).

El problema no es el título,
sino el espíritu con que se lo lleva.

Cuando un sacerdote vive como servidor de todos, la palabra padre se convierte en bendición:
• educa con la verdad,
• corrige con caridad,
• acompaña con paciencia,
• bendice con humildad,
• reza por sus hijos,
• carga la cruz por ellos.

Jesús no manda destruir los vínculos espirituales,
sino hacerlos transparentes a Dios.

VIII. Entonces, ¿podemos llamar “padre” a alguien?

Sí, siempre que entendamos quién es el verdadero Padre.
La Iglesia llama “padre” a los sacerdotes porque reconoce en ellos una vocación a engendrar vida divina.

Pero también es legítimo llamar padre:
• al papá de familia que educa y cuida,
• al maestro que forma,
• al consagrado que guía mis pasos.

El cristiano no venera ídolos ni eleva a hombres al nivel de Dios.
Confiesa que toda paternidad auténtica es regalo del Padre eterno.

Conclusión

Mateo 23,8-11 no prohíbe la palabra padre;
nos recuerda que ningún hombre puede ocupar el lugar absoluto de Dios ni usar el ministerio como pedestal.

Llamar “padre” a un sacerdote no es honra vacía,
sino memoria viva de su misión:
ser signo de la paternidad divina que abraza, perdona, enseña y sirve.

Cada vez que el pueblo de Dios pronuncia ese nombre —“padre”—, eleva la mirada a lo alto y murmura con el corazón:

“Padre celestial, haz que tu hijo sacerdote sea siempre reflejo de tu amor”.

Solo así, la palabra se vuelve oración y el título se hace evangelio.

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