Do ut des: te doy para que me des:

una relación entre el pastor y el feligrés que huele a interés, comercio y simonía.

¿No habrá una manera mejor de resolver el problema económico en la Iglesia?

Por el p. Flaviano Amatulli Valente, fmap.

 
 

Una costumbre

                Se hizo siempre así. Se hace en todas partes. ¿Qué culpa tengo yo? Y se sigue sin poner en discusión el sistema. La costumbre vuelve ciegos. Nadie tiene la culpa y todos tienen la culpa.

Evidentemente, los que menos se percatan de la gravedad de la situación y menos piensan en un cambio son los privilegiados del sistema, los que cobran; mientras los que pagan, aunque estén inconformes con la manera de llevarse las cosas, saben muy bien que no les queda otra opción que obedecer. Sencillamente soportan la situación, en alguna ocasión respingan, pero por lo general aguantan. Si cuentan con los recursos suficientes, pagan y ya; de otra manera, se resignan a quedarse sin el servicio. ¿Qué más pueden hacer?

 

¿Y los pobres?

                En la Iglesia se habla mucho a favor de los pobres. El problema está en la práctica. Me pregunto: ¿Acaso nadie se da cuenta de que el sistema de los aranceles iguales para todos representa una fragrante injusticia en contra de los pobres? ¿Cómo va a pagar la misma cantidad un pobre y un rico para recibir un determinado servicio? Las autoridades competentes ¿no se dan cuenta de que, lo que para un rico es una miseria, para un pobre puede representar una cantidad exorbitante, que va más allá de sus reales posibilidades económicas?

                La costumbre vuelve insensibles. En este aspecto, mientras la sociedad avanza, la Iglesia queda estancada. Para el transporte, la comida y tantas cosas más, hay distintas opciones, según el bolsillo de cada quien. Para la salud pública, según el caso, se va desde el servicio gratis, hasta el servicio pagado teniendo en cuenta la situación económica de cada quien, evaluada por una trabajadora social.

                ¿Y en la Iglesia? La ley es igual para todos: ricos y pobres. A cada tipo de servicio, el arancel correspondiente: tanto para el bautismo, tanto para el matrimonio, tanto para la primera comunión, tanto para la confirmación, tanto para una misa de difuntos, tanto para una misa de quince años, etc. Después vienen los detalles: con alfombra o sin alfombra, con coro o sin coro, etc. ¿Y si no cuentas con la cuota correspondiente? Te quedas sin nada.

 

 ¿Y los más pobres?

                ¿Los que viven lejos de las cabeceras parroquiales? Están perdidos. Que se encargue Dios. Para ellos hay tarifas especiales, que incluyen transportación, tiempo e incomodidades. Tarifas estratosféricas, que a veces ni la comunidad entera logra cubrir. Y se quedan sin nada. Existen comunidades, hasta parroquias enteras, totalmente abandonadas “porque no logran sostener a su cura”. Mira nomás hasta qué punto hemos llegado. Claro que con mucho gusto la competencia se encarga de resolver estos problemas, aprovechándose de estas situaciones para hacer su agosto.

                Me pregunto: ¿dónde está el sentido de solidaridad entre nosotros? Como dice el refrán: “Candil de la calle y oscuridad en la casa”. Grandes documentos que hablan de solidaridad entre ricos y pobres a todos los niveles, hasta a nivel internacional. ¿Y dentro de la Iglesia? Nada. Pura palabrería. Que cada quien se rasgue con sus uñas.

 

¿Madre o madrastra?

             Si de por sí el sistema de los aranceles es odioso, cuanto más lo es cuando perjudica a los más pobres. Se oye decir: “Si tienen dinero para derrocharlo en la fiesta, ¿por qué no lo van a tener para sostener los gastos de la Iglesia?” Y con eso se sienten libres de toda responsabilidad en un asunto que claramente merece mucha más atención.

                Con el riesgo que la Iglesia, en lugar de ser madre, se vuelve en una madrastra en el sentido peor de la palabra, llegando hasta provocar la muerte de sus hijos por motivos egoístas.

 

El único requisito indispensable

            Pareciera que para recibir un servicio en la Iglesia, el arancel o tarifa fuera el requisito más importante. En realidad, se puede omitir la preparación establecida (las dichosas pláticas), se puede ser un alejado o no creyente, que acude al sacramento solamente por motivos sociales, no pasa nada. Lo único que no se perdona es el pago estricto de la cuota establecida por la autoridad diocesana o por el mismo cura, que casi siempre rebasa la cantidad oficial.

                De ahí el descuido sistemático de la catequesis presacramental, confiada casi siempre a gente inexperta, que hace lo que puede. A veces se llega al extremo de apresurar la celebración de algún sacramento, sacrificando la debida preparación, por motivos económicos, sencillamente porque urgen las entradas correspondientes para solventar tal o cual gasto (que no siempre tiene que ver con la evangelización).

 

El interés como motor

            Sin duda, estando así las cosas, no es difícil llegar a la conclusión (no del todo equivocada) de que en la vida de la Iglesia el motor que lo mueve todo es el interés. Do ut des: yo te doy para que me des: te doy una cierta cantidad de dinero para que me prestes un servicio. Como se hace en cualquier actividad de tipo profano, lo que evidentemente representa un verdadero escándalo.

                De ahí el uso y el abuso de las celebraciones (casi siempre ligadas a los sacramentos) y el descuido sistemático de la evangelización y el pastoreo. Se opta por lo más fácil y sencillo, que al mismo tiempo pueda redituar en un cierto beneficio material. No importa si algo sirve o no para el bien real del pueblo de Dios. Es suficiente que lleve el signo de peso.

                De ahí la excesiva importancia que se da a los difuntos y los santitos, a sabiendas de que tengan poco que ver en orden a una vida realmente cristiana. Y se descuida lo esencial, por contar con pocos pastores y éstos por demás enfrascados en asuntos marginales, mientras el rebaño languidece por inanición y se dispersa. ¿Hasta cuándo? Hasta que no se tome conciencia de esta triste realidad y no se tenga el valor de aportar el remedio correspondiente.

                ¿Cuál? Separar la economía del culto, tomando al toro por los cuernos. Tan de sencillo. ¿De dónde sacar entonces para los frijolitos? De dónde sea, menos del culto. Que cada católico comprometido aprenda a colaborar espontáneamente con los gastos de la Iglesia. Como hace la competencia.

                Claro que para eso será necesario otro estilo de formación cristiana, empezando por la formación de aquellos que se preparan para ser algún día ministros de la Iglesia. Una obra de titanes. Urgente.

 

Conclusión

                Si queremos configurar un nuevo rostro de Iglesia, sin duda tenemos que empezar por el aspecto económico, privilegiando los intereses de los más pobres. Ya estamos cansados de palabrería inútil. Queremos un nuevo estilo de vida eclesial, en que los pobres se sientan realmente a gusto.